Enseñar preguntando
Enseñar preguntando
Por Francisco Gallardo Díaz
IES Puig Castellar
Santa Coloma de Gramenet
Seguirás recibiendo lo que siempre has recibido
si sigues haciendo lo que siempre has hecho.
W. Bateman
La propuesta de Postman
La imagen más conocida de Sócrates la ofrece Platón en algunos de sus Diálogos: un hombre que pregunta incansablemente hasta conseguir que sus interlocutores incurran en contradicción o descubran la falsedad sobre la que asientan sus puntos de vista. En esto consiste la mayéutica socrática, en hacer que la persona a la que se pregunta alumbre la verdad como la parturienta a su criatura. Pero esto es así en teoría, porque lo cierto es que no siempre se llega a la Verdad en tales pesquisas; a veces, como recuerda sagazmente Koyré (1966), cuando su interlocutor “se revuelve acorralado y le pregunta a su vez: Y tú, Sócrates, ¿qué piensas de eso?, Sócrates se zafa: no es asunto suyo, dice, exponer opiniones ni formular teorías; su papel es el de examinar a los demás, y por su parte sólo sabe una cosa: que no sabe nada.”
Zenón había practicado el método de la dialéctica (el arte de buscar el conocimiento mediante preguntas y respuestas) y Sócrates lo desarrollaría porque ambos sabían algo: que el pensamiento se fortalece en el esfuerzo del diálogo, en la tensión del debate, en el encuentro entre puntos de vista diferentes. Dialogar filosóficamente sería para los griegos no un saber sino un camino hacia el saber.
Un camino, no el único, pues, efectivamente, “el método dialéctico es apropiado para algunas cuestiones, pero para otras no [...] Algunos temas son evidentemente inadecuados para semejante método, por ejemplo, la ciencia empírica” (Russell, 1999). Los temas apropiados serían aquellos sobre los que ya tenemos nociones aunque no una conclusión clara y firme.
A pesar de que sabemos que, en general, las preguntas son un instrumento intelectual de primer orden para hacer descubrimientos y que, en el caso de Sócrates, los más honestos de sus oponentes dialécticos acababan convirtiéndose en sus discípulos, pocas veces acostumbramos los profesores de secundaria a seguir su modelo. La enseñanza tradicional nos ofrece otro más sencillo, el de la clase magistral. El profesor habla y los alumnos escuchan o simulan escuchar. Alarmado ante la verticalidad de este método y dando por sentado que la mayor parte de lo que sabemos tiene su origen en alguna inquisición, se plantea Postman (1999, p. 194): “¿cómo es posible que no llegue al uno por ciento el número de alumnos y alumnas que han tenido la oportunidad de realizar un estudio sistemático y profundo sobre el arte y la ciencia de la formulación de preguntas?”.
Esta cuestión forma parte de una propuesta de contenidos para las clases de Lengua elaborada por este pensador norteamericano: el estudio de las definiciones, las preguntas y las metáforas. Por nuestra parte, en cuanto profesores de Lengua Española, como se trata de una propuesta muy estimulante, hemos decidido convertirla en una referencia de trabajo para los próximos años. Lo que se recoge a continuación es, por lo pronto, una incompleta descripción de nuestra primera tentativa sobre cómo enseñar preguntando.
El método de la indagación
La historia del pensamiento filosófico europeo ha estado marcada en gran medida por la metafísica; la del pensamiento norteamericano, por el pragmatismo. En Europa (pensemos en Aristóteles) se define al ser por lo que es; en Norteamérica, por lo que hace (Korzybski). Esta distinción afecta a las teorías pedagógicas: en Europa se ha hecho siempre más hincapié en lo que se le hace al alumno (alguien a quien se le alimenta[1], se le guía, etc.); en Norteamérica, en su actividad (“se aprende haciendo”, sostiene Dewey).
Millones de personas en todo el mundo han aprendido a manejarse con la informática sin necesidad de profesor ni de manual de instrucciones, simplemente trabajando con el ordenador: han aprendido lo que han hecho. Mientras aprendían, tuvieron dudas, dificultades... pero fueron encontrando en cada caso la manera de resolver esos problemas.
Es verdad que hay diferentes maneras de enseñar como hay diferentes maneras de aprender, ahora bien, ciertos métodos de enseñanza no siempre se avienen a las formas de aprender de todos los alumnos. El profesor García Borrón acostumbraba a decir que la filosofía se puede aprender, pero que no se puede enseñar. Esto parece paradójico; sin embargo, no lo es. El acto de enseñar y el de aprender no son recíprocos de la misma forma que comprar y vender. Para poder comprar se requiere que alguien venda; para poder aprender no se requiere que alguien enseñe. El verbo enseñar se conjuga con dificultad en 1ª persona pues, ante todo, el acto de aprender depende del propio sujeto, y éste no siempre reacciona mecánica y previsiblemente como esperaría el enseñante. Profesores con grandes conocimientos en su materia no siempre generan como respuesta grandes deseos de aprender en sus alumnos. Una cosa es saber y otra muy distinta animar a saber (estimular).
Todos los métodos pueden ser buenos si los resultados los validan... ¿pero qué resultados buscamos? Si tratamos de conseguir que nuestros alumnos memoricen y recuerden una parte de los datos que los profesores transmitimos (sobre todo para el momento sagrado del examen), tal vez debamos aferrarnos al libro de texto y a la clase más o menos magistral. Si tratamos de conseguir algo más profundo y duradero, tendremos que cambiar de método.
Alguien dijo ingeniosamente que la cultura es aquello que nos queda después de haber olvidado lo que habíamos aprendido. Una vez más, como tantas veces ocurre con las frases lapidarias, quedamos deslumbrados por el ingenio, recogemos la idea y la guardamos hasta poder usarla nosotros. Sin embargo, la frase tiene su trampa, pues si nos quedó algo es porque no hemos olvidado todo lo que habíamos aprendido. Pero no queremos ahora extendernos sobre los juegos de palabras. Nos interesa más puntualizar que lo que se aprende es básicamente la actitud. Se aprende del ambiente, de lo que se ve más que de lo que se nos dice, de lo que se nos hace hacer más que de lo que se nos predica. McLuhan tenía razón: El medio es el mensaje. (El impacto de una noticia depende del medio de comunicación que la transmite, del espacio y del contexto en que se inserta.) La forma es el primer contenido que se percibe.
Tradicionalmente los profesores están muy preocupados por transmitir contenidos. Tanto es así, que incluso le ponen límites; primero dicen: “A lo largo de este trimestre vamos a estudiar las características del Renacimiento”, y luego: “¿Qué características recuerdas del Renacimiento?”. Los programas están pautados, medidos, son lineales; tales unidades corresponden al primer trimestre, tales otras al segundo, etc. Pero el aprendizaje no funciona mediante pautas, no admite límites ni fronteras, es discontinuo. El alumno toma estos conocimientos sobre el Renacimiento de lo que ha explicado el profesor de Literatura y esos otros de lo que le ha explicado el profesor de Historia. Si es sagaz, si ha aprendido a pensar por sí mismo, relacionará unos datos y otros, se dará cuenta de que aunque los profesores hablen como encerrados en compartimentos estancos (cada uno ignorando lo que su colega ha explicado), el saber no admite ese tipo de limitaciones.
Quien practica sistemáticamente el método de las preguntas en clase tiene objetivos y planteamientos muy distintos de los que se le suponen al profesor tradicional. La finalidad del método es conseguir que el alumno aumente su capacidad de aprender por sí mismo; su planteamiento más innovador radica en dar más importancia a la forma que al contenido. En el método de la indagación importa más cómo aprende el alumno que lo que aprende. Porque, como hemos dicho, se aprenden actitudes, se aprende por analogía, indirectamente, no por decisión del profesor. La actitud que se aprende no se olvida, de la misma forma que no se olvida cómo se nada ni cómo se va en bicicleta. Se aprende a nadar nadando; se independiza uno mismo como pensador indagando sobre lo que se plantea en clase.
El coste de adoptar este método no puede cuantificarse (toda conquista supone una pérdida). Quien lo adopte en sus clases debe estar dispuesto a explorar paisajes que no figuraban inicialmente en el atlas del programa oficial. Paisajes extraños donde a veces pueden anidar la incertidumbre y el error. Ni una ni otro deberían asustar ni al profesor ni a los alumnos. Pobres de nosotros si no aprendemos a lidiar con la incertidumbre. Pobres de nosotros si nos somos capaces de aprender del error. Pobres de nosotros si no sabemos admitir ante determinadas preguntas que no conocemos la respuesta, pero que estamos dispuestos a buscarla (se aprende enseñando).
La primera sensación extraña que tiene que combatir el profesor es que al dejar de hablar él y hacer hablar a los alumnos está perdiendo el tiempo, y evidentemente lo estará perdiendo si no llega a convencerse de la eficacia de su método para cambiar los hábitos mentales de sus alumnos (la confianza es una actitud; también se transmite). El profesor tendrá que cambiar de hábitos; tendrá que asumir que la interacción entre los estudiantes es una forma de colaboración entre ellos, un estímulo más que una perturbación del orden tradicional.
Si nos planteamos cómo enseñar mediante la indagación, nos enfrentamos a varios modelos[2] posibles: a) el profesor plantea pregunta tras pregunta y los alumnos responden; b) los alumnos plantean preguntas sobre temas de su interés y el profesor responde; c) el profesor propone un tema, los alumnos buscan información y después confrontan en forma de discusión sus investigaciones; d) los alumnos plantean las cuestiones que les preocupan y tratan de resolverlas colectivamente; y e) el profesor concibe el aula como un laboratorio en el que cada uno investiga sobre lo que saben los demás, los alumnos se entrevistan mutuamente por parejas y se van formulando preguntas a lo largo del diálogo.
Aunque todos estos modelos sean compatibles entre sí y se apliquen en diferentes materias con algunas variaciones, tienen varios objetivos en común: dar protagonismo al alumno, elevar su autoestima, hacer las clases más participativas, estimular la curiosidad, la capacidad de observación y el espíritu crítico, corresponsabilizar a todo el grupo en el proceso de aprendizaje, etc. Se trata de objetivos pertenecientes a diversos dominios (psicología, ética, etc.). Por si esta pluralidad de objetivos no bastara para justificar el uso del método, añadamos otros argumentos.
Ningún profesor pone en duda la importancia del factor afectivo para conseguir despertar la atención del alumno. Cuando el profesor adopta el método de la indagación está mostrando su confianza en las habilidades intelectuales del alumno, le está invitando a pensar por sí mismo, a ser autónomo. La confianza en una persona y el afecto hacia ella van de la mano. El profesor sabe que normalmente nada nos persuade mejor que las razones que encontramos por nosotros mismos (Pascal) y que al alumno a quien le cuesta trabajo encontrar esas razones por sí mismo nadie puede ayudarle mejor a encontrarlas que un compañero de aula. Al compartir dudas con el compañero de mesa, el alumno está conquistando un dominio moral: la socialización del pensamiento. Un clima de afecto en el aula facilitará ese espíritu de cooperación y ayudará a superar las tendencias competitivas: uno tiene que competir, sí, pero consigo mismo. Para superarse, para mejorar. Para aumentar su grado de humanidad.
Una vez que el alumnado ha adquirido por la fuerza de la costumbre el hábito de reflexionar ante las preguntas diarias del profesor, estará dispuesto a reorganizar continuamente su saber. Estará predispuesto a romper sus esquemas, pues eso significa aprender: cambiar de escala mental, progresar en los diferentes grados de la abstracción. En este sentido, todos somos aprendices si no hemos perdido las ganas de aprender como consecuencia de las enseñanzas de la edad, no siempre dulces. Todo cambio de esquemas supone un conflicto, un cierto desgarro[3]: por una parte, quisiéramos seguir aferrados a las viejas ideas; por otra, sentimos complacencia ante las nuevas. En ese terreno se cultivan los espíritus críticos:
“La Grecia antigua fue la primera sociedad en la que se enseñó a los estudiantes a pensar por sí mismos, a discutir, debatir, argumentar y criticar, y no simplemente a repetir de memoria los puntos de vista del sus profesores. Esto condujo a la más rápida expansión hasta entonces conocida de la idea de que el conocimiento puede realmente crecer con ayuda de la crítica.” B. Magee, Historia de la filosofía. Barcelona, Art Blume, 1999 (citado por J. Haynes, 2004, p. 65).
Y si el pensamiento crece con ayuda de la crítica, ¿a qué estamos esperando para aplicar el método de las preguntas en nuestras aulas?
Preguntas sin fronteras
Antes de entrar en materia, antes de que el profesor pregunte, el grupo de alumnos tiene que crear un contexto favorable y conocer las reglas propias de la indagación oral: evitar las interrupciones, guardar los turnos de palabras, respetar las opiniones ajenas, asumir responsabilidades... Luego ha de crearse un clima propicio en el aula mediante unos minutos de interiorización: los alumnos guardan silencio y miran hacia dentro, hacia su interior, se recrean en un recuerdo feliz o visualizan un paisaje encantador; se trata de que asocien sensaciones agradables a la práctica de contestar las preguntas.
El profesor, por su parte, ha de estar dispuesto a saltarse las fronteras de su materia, a plantear cuestiones que no necesariamente formen parte del programa. Las preguntas pueden partir del entorno más inmediato, de una noticia periodística, de una lectura…o de la propia materia de clase. Es más: en un primer momento de este tipo de experiencia, hasta que los alumnos se hayan familiarizado con el método, se recomienda plantear temas poco académicos. (Por ejemplo, en clase de Lengua Española de 1º de ESO, empezamos con preguntas del tipo: ¿Por qué, a pesar de ser mamíferos, no tienen pelo las ballenas?, ¿Cómo se extinguieron los dinosaurios?, ¿Cómo es posible que la Luna proceda de la Tierra?, ¿Por qué hay ricos y pobres en el mundo?, ¿Por qué los musulmanes rezan sobre una estera?[4])
Sobre el grado de dificultad progresiva que pueden representar algunas preguntas, Bertrand Russell opina que “el gran incentivo del esfuerzo a través de la vida es la experiencia del éxito después de dificultades iniciales. Las dificultades no deben ser tan grandes que causen desánimo, ni tan pequeñas que no estimulen el esfuerzo. Desde el nacimiento hasta la muerte hay un principio fundamental, y es que sólo hacemos lo que hemos aprendido” (Russell, 1998, p. 99). Es decir, obtenemos una gratificación cada vez que superamos un esfuerzo, y esa gratificación es tan fuerte, que crea en nosotros la necesidad de un hábito: el de seguir superando dificultades.
Las preguntas que podemos plantear pueden tener un carácter cerrado, y ésas, aunque contribuyan a dinamizar la clase, pronto agotan sus posibilidades exploratorias; otras, sin embargo, más abiertas pueden dar origen a una pluralidad de respuestas válidas. Son las más abiertas las que suelen originar polémica, pero de eso se trata, de que los alumnos intervengan, discutan, se refuten unos a otros… En cualquier caso, como recomienda Bateman, de quien hemos tomado numerosas sugerencias (véase bibliografía), el profesor no debe dar la razón a ninguno de ellos, aunque alguno la tenga; debe procurar que el debate continúe con nuevas opiniones y aportaciones que refuercen la opinión más veraz. El profesor tratará de permanecer neutral (aunque es difícil que no le delate un gesto de asentimiento o una sonrisa de complicidad)[5]. El elogio, por otra parte, como mecanismo para premiar a los que aciertan se ha de emplear con moderación, pues, si no, se corre el riesgo de que pierda su valor. El premio está en el propio éxito, en el propio aprendizaje.
Llegar a clase y plantear preguntas orales a los alumnos para que busquen entre todos la respuesta[6] supone, de entrada, romperles un esquema mental: durante unos minutos el profesor no habla, espera, escucha, observa cómo los alumnos van tanteando y buscando la respuesta más apropiada. No falta nunca quien se impacienta y pide que el profesor resuelva el problema; tampoco quien después de haber estado esperando su turno, habrá olvidado lo que quería decir. No importan estos contratiempos; forman parte del aprendizaje. El buen indagador sabe que cuanto más se demore el hallazgo, mayor será la gratificación de haberlo encontrado. Dar anticipadamente la respuesta no es una buena actitud por parte del profesor; así se le quita magia al acto de buscar. En las clases tradicionales en las que el profesor habla constantemente, apenas tiene tiempo de observar. En cambio, con este modelo de clase, el profesor observa y se recrea en su observación: disfruta viendo cómo sus alumnos reflexionan en busca de respuestas. Se convierte en lo que algunos llaman un facilitador, alguien que subraya diferencias, estimula para que todos los alumnos intervengan, incluso los más tímidos[7], para que busquen argumentos, etc. Sus preguntas pueden ser aclaratorias (“¿Qué quieres decir?”), justificativas (“¿Por qué dices eso?”), vinculantes (“¿Estás de acuerdo con Ana?”), generalizadoras (“¿Siempre concuerda el artículo con el nombre?”), exploratorias (“¿Y qué pasa si ponemos el verbo en plural?”), etc. (Haynes, 2002, p. 177).
Quienes todavía conserven dudas sobre los beneficios intelectuales del método de las preguntas, deberían recordar, por último que: a) una pregunta lleva a otra pregunta y, por tanto, un conocimiento a otro conocimiento, b) que “les preguntes mantenen oberta la recerca”, c) que “la recerca, com a pràctica conscient de la seva fal·libilitat, requereix una actitud oberta a la revisió i correcció dels propis punts de vista i dels dels altres”, c) que el conocimiento “no rau tant en les respostes com en les preguntes, que ajuden a descubrir les condicions de les seves possibles respostes”, d) que se puede integrar a todos los alumnos en el debate, incluso a los menos espabilados, si se llegan a recoger sus aportaciones, e) que lo que se descubre por uno mismo perdura más profundamente en la memoria, y f) que el cambio en las habilidades de los alumnos comporta un cambio (positivo) para el ambiente general del centro.
Nuestra experiencia
De los diferentes estilos de indagación a los que hemos aludido anteriormente, en las clases de Lengua es muy usual el modelo b), que consiste en que los alumnos preguntan sobre un tema de su interés y el profesor responde. Una variante de este modelo puede utilizarse para estimular la imaginación y construir colectivamente historias, sobre todo con los más pequeños. Consiste en la reconstrucción de unos hechos imaginarios a partir de tres o cuatro datos. Imaginemos la siguiente historia:
Un hombre recibe un paquete en su casa. Lo abre, comprueba lo que hay en su interior, lo cierra y lo devuelve a su remitente. En otro lugar, otro hombre recibe un paquete en su casa, lo abre, comprueba lo que hay en su interior, lo cierra y lo devuelve al remitente. Y en otra ciudad, un tercer hombre recibe un paquete en su casa, lo abre, comprueba lo que hay en su interior y lo devuelve al remitente.
Conociendo sólo estos datos, mediante preguntas a las que el profesor sólo pueda contestar sí o no, los alumnos tienen que reconstruir una historia que tenga coherencia narrativa por truculento que pueda parecer el argumento. Cada alumno ha de estar muy atento a lo que preguntan sus compañeros porque, si no, su pregunta podría ser repetición de otra anterior y no darse por válida.
Otro ejemplo: la reconstrucción del argumento de un relato literario; por ejemplo, La metamorfosis, de Kafka. Se les cuenta a los alumnos lo siguiente:
Gregorio Samsa es un hombre soltero, trabaja de representante. Vive con sus padres y su hermana en un piso. Un día, al despertarse, se encuentra convertido en un enorme escarabajo… ¿Qué pasará después?
Los alumnos van dando posibles líneas narrativas; se aceptan unas y se descartan otras, hasta que el desenlace se parezca al original.
En ambos casos se trata de historias cuyo desarrollo ya conoce el profesor, por tanto, puede optar entre valorar el desarrollo argumental que más se parezca a la que él ya conoce o bien aceptar otro que, siendo muy diferente, tenga verosimilitud o fuerza narrativa.
Por nuestra parte, aunque de manera desigual y poco sistemática como para hacer ahora un balance objetivo, el curso pasado (2003-2004), en clases de Lengua Española de 1º y 2º de ESO, hemos tratado de ir incorporando progresivamente el método de las preguntas, sobre todo cuando abordábamos la morfología y la sintaxis, que son el corazón de la gramática (Cassany, 1997, p. 359).
La experiencia ha resultado lo suficientemente estimulante como para desear mejorarla y continuarla con mayor rigor en los próximos años, y fruto de ella son algunos de los comentarios de los apartados anteriores (aunque la mayoría procede de la reflexión sobre lecturas y experiencias ajenas: véase la bibliografía).
Tradicionalmente, en la enseñanza de la gramática se separaba la morfología de la sintaxis. En la morfología, por ejemplo, se aprendían de memoria las listas de las preposiciones y las conjunciones o los tiempos verbales. Este aprendizaje memorístico, si se tiene, no estorba, pero no garantiza por sí mismo el dominio de las estructuras gramaticales, pues las unidades lingüísticas aparecen siempre formando parte de una secuencia, en una frase, en un contexto, no aisladas. De poco serviría tener muchos conocimientos gramaticales teóricos si no permitieran comprender y expresarse mejor ni, en definitiva, mejorar las capacidades expresivas.
Si precisamente abogamos por el método de las preguntas al enseñar Lengua es porque creemos que con la discusión se emplean habilidades que mejoran la competencia comunicativa (¿para qué sirve la lengua sino para comunicarnos?).
En nuestros ejercicios de morfosintaxis, seguíamos un orden (Bateman, 2000): primero, los hechos (por ejemplo, una frase), después la observación (por ejemplo, las palabras que concuerdan), luego los intentos de descripción (que podían incluir variaciones o conjeturas sobre los hechos). Para introducir el concepto de concordancia, podíamos escribir en la pizarra frases como éstas:
1. El agua del vaso está sucia.
2. Las aulas están limpias.
Y a continuación, lanzábamos una serie de preguntas:
¿Qué palabras son masculinas? ¿Cuáles femeninas? ¿Cómo podemos saberlo? ¿Qué palabras tienen el mismo género?, etc.
Naturalmente, el conflicto aparecía cuando algún alumno decía que agua es masculina porque lleva delante un artículo masculino. O cuando otro decía que aulas es femenina y el profesor le pedía que pusiera la frase 2 en singular (El aula está limpia) y observara qué pasa con el género del artículo. Después de cuatro o cinco ejemplos, la regla subyacente (la de los nombres femeninos que empiezan por a tónica) acababa siendo enunciada por algún alumno. Se trataba sólo de encajar algunas piezas.
En este caso no se trata de ningún conocimiento innato. El reconocimiento de las reglas gramaticales por deducción no encierra un gran secreto: el alumno ya utiliza espontáneamente esas reglas cuando habla, pero en clase de Lengua debe saber identificarlas y expresarlas con claridad.
Un recurso didáctico que recomienda Cassany (2000) consiste “en rentabilizar los aprendizajes”, es decir, en abordar simultáneamente aspectos ortográficos y morfológicos (pensemos en frases como Durante mucho tiempo él tuvo un tubo de cristal guardado en su mesilla de noche, en la que se ponen de manifiesto diferencias ortográficas y gramaticales entre dos palabras que son homófonas). El libro de Ortega y Rachel (1995) ofrece un amplio abanico de ejercicios en los que emplear este recurso. Pensemos en estos dos ejemplos referentes al plano gramatical (género de la palabra cometa) y al léxico (significados de la palabra cometa):
1. El niño corría por la orilla del mar tirando de su cometa rojo.
2. El niño corría por la orilla del mar tirando de su cometa roja.
¿Cuál de las dos frases te parece más correcta? ¿Por qué?
Cuando todos parecen haber advertido el error de concordancia en la primera frase, sin darles la razón, el profesor tiene que contrarreplicar con otra pregunta: “Y en la frase Por el cielo pasó un cometa rojo, ¿qué género tiene la palabra cometa? Esto acaba llevándoles a advertir que la palabra cometa, aunque no marque su variación de género mediante la terminación, la marca mediante el artículo, pero que, además, como muchas otras palabras, al cambiar de género cambia de significado.
Este sistema de preguntas puede emplearse para deducir las categorías gramaticales. Pensemos en la palabra mucho, que puede ser adjetivo determinativo, pronombre indefinido o adverbio de cantidad:
1. Tengo mucho.
2. Te quiero mucho.
3. Tengo mucho miedo.
¿Se puede cambiar el género de mucho en los tres casos? ¿Significa lo mismo mucho en la frase 1 que en la frase 2?, etc.
Una vez se acostumbran a este tipo de preguntas, los alumnos advierten la importancia del contexto: según el contexto cambia no sólo la categoría de la palabra sino también su significado. El alumno tiene que aprender la relatividad de las cosas y de los significados, y estos ejercicios pueden ser una buena estrategia para confirmarlo.
Un fenómeno diferente ocurre con la palabra frío. Si preguntamos si se trata de un adjetivo o de un nombre, unos dirán que un adjetivo y otros que un nombre. Lo bueno vendrá después, cuando tengan que explicar por qué unos la clasifican como nombre (por ejemplo, en Hace frío) y otros como adjetivo (por ejemplo, El vaso está frío) y cuando adviertan que si es un nombre, su antónimo es calor, pero que si es un adjetivo, la palabra que se le opone es caliente.
Si el profesor pregunta a los alumnos que se están iniciando en la sintaxis cuál es el sujeto en la oración Me gusta este libro, la mayoría contesta que “me”, sobre todo si no tienen asimilada la noción de que el sujeto es aquello de lo que hablamos. Al pedirles que apliquen la prueba de la concordancia entre el sujeto y el verbo en esa oración, las respuestas pueden ser dispares. En el caso de que no lleguen a razonar correctamente la relación gramatical entre el sujeto y el verbo, todavía se les enfrentará a otras variantes: Nos gusta este libro o Me gustan estos libros. Observar, por ejemplo, en esta segunda variante, que pasar a plural este libro ha comportado cambiar el número del verbo, les llevará infaliblemente a reconocer el sujeto y a asimilar de paso la prueba de la concordancia.
En fin, estos son algunos de los muchos ejemplos con los que hemos tratado de aprovecharnos de las ventajas del método de las preguntas. Cuando los alumnos más audaces han sabido encontrar la solución a éstas y a otras cuestiones gramaticales, toda la clase ha sabido que era posible disfrutar y enseñar preguntando. Y eso es, de momento, lo que queríamos conseguir.
BIBLIOGRAFÍA
BATEMAN, W., Alumnos curiosos (Preguntas para aprender y preguntas para enseñar). Editorial Gedisa, Biblioteca de Educación. Barcelona, 2000. Traducción de Claudia Calvosa.
CASSANY, D., LUNA, M., SANZ, G., Enseñar lengua. Graó. Barcelona, 1997 (2ª edición).
GÓMEZ, M., “Recerca filosòfica i diàleg filosòfic a l’aula”, article publicat al butlletí GrupIREF.
HAYNES, J., Los niños como filósofos. (El aprendizaje mediante la indagación y el diálogo en la escuela primaria). Paidós Educador. Barcelona, 2004. Traducción de Isidro Arias.
JANSSEN, U., STEUERNAGEL, U., Una universidad para los niños (Ocho científicos explican a los niños los grandes enigmas del mundo). Editorial Crítica, Ares y Mares. Barcelona, 2004. Traducción de Gonzalo G. Djembé.
KOYRÉ, A., Introducción a la lectura de Platón. Alianza Editorial. Madrid, 1966. Traducción de Víctor Sánchez de Zábala.
NIETZSCHE, F., Sobre el porvenir de nuestras escuelas. Tusquets Editores, colección Fábula. Barcelona, 2000. Introducción de Carlo Collodi. Traducción de Carlos Manzano.
ORTEGA, G., ROCHEL, G., Dificultades del español. Editorial Ariel. Barcelona, 1995.
PLATÓN, Diálogos (Gorgias, o de la retórica. Fedón, o de la inmortalidad del alma. El banquete, o del amor). Espasa Calpe, colección Austral. Madrid, 1994 (32ª edición). Introducción de Carlos García Gual. Traducción de Luis Roig de Lluis.
POSTMAN, N., El fin de la educación (Una nueva definición del valor de la escuela). Eumo-Octaedro. Barcelona, 1999. Traducción de David Sempau.
POSTMAN, N., WEINGARTNER, C., La enseñanza como actividad crítica. Ed. Fontanella, colección Libros de Confrontación. Barcelona, 1975 (2ª ed.). Traducción de Ramón Ribé.
PRIETO SÁNCHEZ, Mª D., BALLESTER MARTÍNEZ, P., Las inteligencias múltiples (Diferentes formas de enseñar y aprender). Ediciones Pirámide. Madrid, 2003.
RUSSELL, B., Historia de la filosofía occidental (t. I). Espasa Calpe, colección Austral. Madrid, 1999 (8ª edición). Prólogo de Jesús Mosterín. Traducción de Julio Gómez de la Serna y Antonio Dorta.
RUSSELL, B., Sobre educación. Ed. Espasa-Calpe, colección Austral. Madrid, 1998 (3º edición). Prólogo de Jesús Mosterín.
SHAGOURY HUBBARD, R., MILLER POWER, B., El arte de la indagación en el aula (Manual para docentes-investigadores). Gedisa, Biblioteca de Educación. Barcelona, 2000. Traducción de Hugo C. Luna.
SHORT, K. G. et alt., El aprendizaje a través de la indagación (Docentes y alumnos diseñan juntos el currículo). Editorial Gedisa, Biblioteca de Educación. Barcelona, 1999. Traducción de Mariana Lazzarino.
VV. AA., Pedagogías del siglo XX. Editorial Cisspraxis. Barcelona, 2000.
[1] La palabra alumno deriva del verbo alere (alimentar); la palabra educar, de ducere (conducir, guiar).
[2] En el apartado correspondiente de la bibliografía damos títulos que recogen sendas experiencias de estos modelos.
[3] Muchos de los que estuvimos escolarizados en el periodo de la autarquía franquista, por ejemplo, sufrimos un enorme desgarro al descubrir que Franco no era como nos habían explicado en la escuela.
[4] Algunas de estas preguntas y otras que formulamos proceden del libro Una universidad para los niños (v. Bibliografía).
[5] En el libro de Bateman (v. bibliografía) se encontrará una descripción exhaustiva de la actitud que debe seguir el profesor que observa cómo sus alumnos aprenden con el método de las preguntas.
[6] Una sugerencia: escribir la pregunta en la pizarra y pedir a los alumnos que la copien en su diario de preguntas o en su agenda, aunque no copien las respuestas (seguro que si la pregunta les ha interesado, no olvidarán fácilmente la respuesta).
[7] Los alumnos más impulsivos tienen que aprenden a restringir sus intervenciones para facilitar que puedan intervenir otros compañeros.