Apuntes sobre algunas obras literarias
Apuntes sobre algunas obras literarias
Apuntes sobre Tres sombreros de copa de Miguel Mihura
1. El humor absurdo en Tres sombreros de copa.
Miguel Mihura (1905-1977), hijo de un famoso actor, vivió su infancia y adolescencia en el ambiente teatral, por lo que conocía el teatro desde dentro. Escribió Tres sombreros de copa en 1932, durante la convalecencia de una operación. La obra tiene una vaga inspiración autobiográfica en un viaje que el autor realizó junto a una compañía de cómicos. El negro Buby, la rubia bailarina Paula y la mujer barbuda, además de la habitación de la pensión, tienen relación con la experiencia personal del autor.
La obra fue rechazada en su momento por varias compañías, que alegaban su carácter innovador y vanguardista: “Es una comedia de un humor tan fino y tan nuevo que hay que preparar al público para que sepa lo que va a ver”, afirmaban los empresarios. Mihura acabaría renunciando a estrenar la obra ante tantas dificultades y en 1947 accedió, sin embargo, a que Editora Nacional la publicara y, finalmente, el 24 de noviembre de 1952, el TEU, dirigido por Gustavo Pérez Puig, la estrenó con éxito apoteósico en el Teatro Español de Madrid. “Que Tres sombreros de copa no se representara a poco de haber sido escrita es un hecho lamentable que retrasó el nacimiento oficial y eficaz de un nuevo teatro de humor, y muestra patentemente el provincianismo mental y estético de los responsables —actores, directores, empresarios— de tal retraso” (Ruiz Ramón).
Si la obra se hubiera representado cuando se escribió, en 1932, hubiera supuesto una ruptura total con el teatro cómico, pues el humor de Mihura supone en su base “el descubrimiento del desgaste de las palabras”: “al diálogo se le descubre su lastre de palabras muertas, tópicos de sentido reseco y frases hechas y, por lo tanto, proferidas según el transcurso de la inercia verbal y no generadas por el pensamiento”, ha escrito Guerrero Zamora. Y a raíz de su estreno en París en 1958, escribía Ionesco (padre del llamado teatro del absurdo): “Tres sombreros de copa tiene la ventaja de asociar el humor trágico, la verdad profunda, al ridículo, que, como principio caricaturesco, sublima y realza, ampliándola, la verdad de las cosas. El estilo irracional de estas obras puede desvelar, mucho mejor que el racionalismo formal o la dialéctica automática, las contradicciones del espíritu humano, la estupidez, el absurdo (...). La obra de Mihura exige un pequeño esfuerzo, una cierta agilidad de espíritu por parte del lector o espectador: captar lo racional a través de lo irracional, pasar de un concepto de la realidad a otro, de la vida al sueño y del sueño a la vida.”
En el humor de Tres sombreros de copa se mezcla lo cómico (cuyo objetivo es hacer reír) con lo patético (cuyo objetivo sería hacer llorar o, por lo menos, entristecer), pues al fin y al cabo en esta obra se desarrolla un tema serio, propio de la tragedia o del drama (la frustración de los deseos), con un estilo burlesco propio de la farsa. ¿Cómo se manifiesta ese estilo burlesco? Mediante tres tipos de comicidad: la comicidad de los caracteres, de las situaciones y del lenguaje.
La comicidad de los caracteres se evidencia en el infantilismo de algunos personajes, que hablan o se comportan de manera impropia de su edad. Tanto Dionisio como don Rosario, por ejemplo, actúan y razonan como chiquillos en numerosas ocasiones. Pensemos, por ejemplo, en cómo Dionisio juega con la carraca en el acto II mientras habla amorosamente con Paula. Pero también don Sacramento, que pasa por ser tan rígido y severo, se dedicará a jugar con la carraca mientras amonesta a Dionisio. Casi todos los personajes responden a veces con frases que son el resultado de una mentalidad “pre-lógica”, infantil. Así, por ejemplo, Dionisio, mientras habla con Paula al final del tercer acto, afirma: “Yo me casaba porque todos se casan siempre a los veintisiete años... Pero ya no me caso, Paula... ¡Yo no puedo tomar huevos fritos a las seis media de la mañana!”, sin que pueda evitar que esta queja resulte incongruente y recuerde las protestas de los niños. Este infantilismo, al equiparar los argumentos de los niños con los de los adultos, tiene como finalidad última poner en ridículo la seriedad del mundo burgués, sus prejuicios y convenciones.
La comicidad de situación tiene que ver con la presencia de lo inverosímil o lo absurdo en escena: en el acto primero don Rosario y Dionisio, arrodillados, miran debajo de la cama y encuentran una bota, bota que, “azorado y distraído”, Dionisio sacará de su bolsillo en vez de cerillas cuando Fanny le pida fuego. Para resolver la situación, encenderá la cerilla en la suela de la bota: “¡Donde esté una bota que se quiten esos encendedores!”. Otro ejemplo de situación grotesca lo proporciona don Rosario cuando toca el cornetín para que Dionisio se duerma. O don Sacramento y Dionisio imitando a Napoleón, con una mano en el pecho y otra en la espalda, etc. En algunas escenas la comicidad se obtiene al darle a los objetos un uso distinto del que tienen normalmente, lo que recuerda ciertas obras dadaístas. Así, por ejemplo, cuando Dionisio emplea el auricular del teléfono para auscultar a Paula. Precisamente el uso de objetos como la carraca, la bota, el teléfono o los conejos del Cazador astuto demuestra la habilidad de Mihura para sacar partido a los elementos escenográficos. Con Mihura, no sólo hablan los personajes, sino también las cosas. Incluso, a veces, los personajes actúan sin hablar, como personajes del cine mudo, como “los quince viejos extraños” (aunque sólo se describe a tres de ellos, el viejo lobo de mar, el indio con turbante y el árabe) del segundo acto, que cruzan la escena, salen de debajo de la cama o de dentro de un armario y constituyen, en fin, “un coro absurdo y extraordinario” que contribuye a aumentar la incongruencia de ciertas situaciones.
El humor a través del lenguaje se consigue mediante varios procedimientos. Por ejemplo, haciendo que algún personaje entienda literalmente una frase que tiene sentido figurado (cuando suena el teléfono, Paula le dice a Dionisio: “Mire usted quién es”, y Dionisio, mirando por el auricular, contesta: “No se ve a nadie”). En otros casos se contesta de manera relativa a preguntas absolutas (“Me caso, pero poco...”, contesta Dionisio a Paula). Otras veces la respuesta absurda sirve para revelar el absurdo de la realidad, como cuando Paula pregunta por qué se casan todos los caballeros: “Porque ir al fútbol siempre, también aburre” (Dionisio). Como en la poesía vanguardista, a veces se recurre a la enumeración caótica, como cuando Don Rosario anuncia que todo el barrio va a despedir a Dionisio: “¡Las mujeres y los niños! ¡Los jóvenes y los viejos! ¡Los policías y los ladrones!” El último elemento de la serie rompe la lógica de la serie e introduce la anomalía, el absurdo. La hipérbole es otro procedimiento de comicidad (El Odioso Señor afirma que a sus elefantes les ha “puesto trompa y todo”). La parodia literaria es otro recurso que sirve para satirizar la poesía modernista (los “cuatrocientos elefantes” del Odioso Señor son los Rubén Darío en “A Margarita Debayle”, igual que las palabras de don Sacramento sobre su hija: “La niña está triste. La niña está triste y la niña llora. La niña está pálida”, son un eco burlón de la “Princesa está triste...” del mismo Rubén) y la canción sentimental (“rosa de pitiminí”, “capullito de alhelí”... son expresiones que proceden de canciones de la época pero puestas en boca de don Rosario revelan su absurda cursilería). En ocasiones se rompe con lo que dictan la experiencia o el sentido común. Así, por ejemplo, Dionisio, hablando de las tres lucecitas del puerto que se divisan desde la ventana de la pensión, supone que “de día se verán más lucecitas”. Otro efecto se basa en la expresión de comportamientos que se apartan de lo normal o de lo acostumbrado. Es costumbre tirar arroz a los novios, pero Don Rosario pretende que los camareros le tiren a Dionisio al salir de la pensión “migas de pan” y el cocinero “gallinas enteras por los aires”. Con estos y otros recursos se pretende no sólo llamar la atención sobre los peligros de dejarse arrastrar por la inercia verbal (algunos de las frases señaladas parecen fruto de despistes por parte de quienes los formulan) y del hablar por hablar, sino también denunciar la fosilización del lenguaje, su conversión en fórmulas muertas que sólo sirven para expresar tópicos y prejuicios y no verdaderos sentimientos ni ideas propias.
En definitiva, Tres sombreros de copa representa un nuevo tipo de humor en el teatro español, un tipo de humor muy cercano al de las greguerías de Gómez de la Serna que sirve para aportar nuevos puntos de vista sobre el hombre y sus modos, tan frecuentemente absurdos, de comportarse en la vida.
2. Acción dramática y visión del mundo burgués. [Tomado de Ruiz Ramón.] La acción dramática (una acción única construida en torno al amor entre Dionisio y Paula) transcurre en la habitación de un hotel de provincias (unidad de lugar), donde Dionisio pasa su última noche de soltero (unidad de tiempo), debiéndose casar al día siguiente con su prometida, hija de Don Sacramento. En esa habitación y durante esa noche se enfrentan ambos mundos y nace y muere el amor de Dionisio y Paula. Dionisio, deslumbrado por el mundo de Paula —aunque el espectador descubre pronto lo falso de esa visión—, sueña por un momento con la experiencia de la libertad, de una libertad paradisíaca, más allá de toda convención y de toda norma, para renunciar irremediablemente a ella y regresar, deslumbrado aún, pero resignado e impotente, a la falsedad de una sociedad regida por estrechas normas y convenciones (las que le recuerda Don Sacramento al principio del acto III). Es la experiencia de esa libertad, posible una noche, pero en realidad perdida para siempre, lo que el dramaturgo hace vivir al protagonista, y con él al espectador. Una libertad inventada e instaurada dramáticamente mediante la ruptura de las formas tradicionales, tanto en el plano de los caracteres psicológicos (el infantilismo del que hemos hablado en la primera pregunta), como en el plano del lenguaje (la comicidad verbal llega al absurdo) y de las situaciones (incongruentes o fuera de lo común). Precisamente la genialidad de Mihura en esta pieza (la primera de las suyas, no lo olvidemos) consiste en romper desde dentro —en los tres planos señalados: caracteres de los personajes, lenguaje y situaciones— los moldes habituales de la creación dramática para desenmascarar la falsedad y el absurdo de las convenciones burguesas de las que Dionisio intenta escapar inútilmente.
[Tomado de Ricardo Doménech.] La fuerza dramática de Tres sombreros de copa está en el choque de dos mundos antagónicos, que parten de dos concepciones vitales opuestas. El mundo burgués, cursi, adinerado y limitado por una moral que a veces es tan estricta en sus formas como desgarrada en su fondo, de una provincia española, y el mundo inverosímil, errante, aparentemente libre y sin esperanzas que forman el negro Buby Barton y las graciosas y ligeras muchachas que forman su ballet en el music-hall. Nos muestra el autor ambos mundos a través de personajes representativos, a menudo esquemáticos y de un solo perfil. Así, Don Sacramento y El Odioso Señor, que junto a El Anciano Militar, El Cazador Astuto, El Guapo Muchacho y El Alegre Explorador constituyen una galería de personajes grotescos, pero arquetípicos, que vienen a encarnar el modo de ser y reaccionar de una sociedad muy concreta, una cerrada burguesía provinciana que no ofrece nada positivo. Se trata de una sociedad que presume de decente (rectitud, principios morales), de un ejemplar orden de vida; sin embargo, en verdad está movida por la más muerta de las rutinas.
En esa sociedad burguesa que produce tipos como Don Sacramento y El Odioso Señor, Don Sacramento significa el puritanismo a ultranza, la rigidez de las costumbres preestablecidas, implacables, de las que es esclavo y defensor. Todo cuanto escape a ese sistema inflexible, especie de moralidad basada en la apariencia y las buenas costumbres choca con su mentalidad acartonada y no duda en calificarlo de bohemio, automáticamente escandalizado. Pero esta misma sociedad produce también tipos como El Odioso Señor, el hombre más rico de la provincia, para quien la razón de su existencia se cifra en el sexo y el dinero. A ese capitalista rijoso —al revés que a Don Sacramento— le importa bien poco su reputación, pues la reputación es algo que, para él, depende de su dinero. Don Sacramento y El Odioso Señor representan dos vertientes de un ciclo, de un mundo enfermo y decadente. Es en él donde ha nacido Dionisio, el joven protagonista de la comedia que vive atrapado por convenciones ridículas y cursis (su propio noviazgo), en las que de repente descubre que nunca ha creído de verdad, aunque sea incapaz de escapar de ellas.
Por el contrario, el mundo del music-hall, que Buby y su ballet representan, se singulariza, en principio, por su amoralidad a rajatabla. Aquí no existe la esclavitud de las buenas costumbres, pero el dinero tiene su peso específico, porque hay otra esclavitud, la del culto de las apariencias: las joyas, los vestidos deslumbrantes y los abrigos de piel. Pero detrás de esa apariencia, hay también otras penosas imposiciones (Buby es un explotador de las chicas), y la necesidad de dinero lleva a la frivolidad y al fingimiento (tras el brillante espejo de fuera sólo hay conflicto, amenazas de fracaso y mediocridad, pues las chicas del ballet ni siquiera son buenas artistas. Es este mundo en el que se vive en el presente, pues del pasado nadie prefiere acordarse y el futuro se presenta incierto y desolador... De aquí proviene Paula, la joven protagonista. [...] Estos dos mundos —que en realidad son estamentos de una misma sociedad— van a aparecer brutalmente enfrentados en la obra: cuando surge el amor entre Dionisio y Paula, un amor prohibido de antemano por el engranaje social en el que ellos están inmersos.
[Tomado de López-Casanova:] Esos dos universos opuestos en sus rasgos más externos, coinciden, no lo olvidemos, en sus claves más hondas: juego de la apariencia (el parecer frente al ser) como ley básica de comportamiento, y la explotación como fuerza negativa de dominio (Buby y los burgueses utilizan a las chicas para sus fines respectivos).Curiosamente, los burgueses que se las dan de decentes se quitan la máscara de su decencia con las muchachas del music-hall, y, a la vez, las bailarinas ponen en juego toda su picardía para sacarles dinero a ellos.
Diseñados esos dos mundos que entran en relación, el conflicto se plantea como un problema de libertad que viven dos personajes, Dionisio y Paula. Cada uno de ellos se siente atraído por el otro porque representa un rompiento con el mundo al que está atado. Dionisio ve en Paula la posibilidad de una vida distinta, nueva, incitante, auténtica (ajena a la rutina, la falsedad y las convenciones de su novia y de su entorno); Paula ve en Dionisio la posibilidad de liberarse de ese juego degradante con los burgueses al que la somete Buby. Y surge, así, el idilio entre los dos, un idilio fugaz —y he ahí el drama y el poso amargo de la obra— la ansiada liberación resulta imposible. Sobre la desinteresada relación de los enamorados inciden las fuerzas negativas de sus mundos y, desde luego, la propia incapacidad de los protagonistas. De manera especial, es Dionisio quien queda dominado y resignado a la rutina y al orden que le impone su futuro suegro. Así el final de la obra nos devuelve a la situación y relaciones del principio.
Apuntes sobre Retahílas de Carmen Martín Gaite
1. La estructura narrativa de Retahílas. Carmen Martín Gaite (Salamanca, 1925) pertenece a la generación del medio siglo (también llamada del 55), que se dio a conocer con la llamada novela del realismo social. Precisamente su novela Entre visillos (1957), con la que obtuvo el Premio Nadal, suele definirse como un ejemplo de novela social crítica con la condición de la mujer en una ciudad provinciana. Otras novelas suyas son Ritmo lento (1963), que cuenta la historia de la destrucción de un muchacho refinado e inadaptado, Retahílas (1974), que supuso su vuelta a la novela después de un largo silencio, Fragmentos de interior (1976), en la que, como en la anterior, resalta la importancia de la memoria en la construcción de la identidad y la voluntad comunicativa de los personajes) o El cuarto de atrás (1978), en la que evoca un pasado inmediato, entre otras. Es autora asimismo de algunos ensayos como La búsqueda del interlocutor (1973), de significativo título, y El cuento de nunca acabar (1983), que gira en torno al arte de contar historias.
Con Retahílas Martín Gaite inicia una nueva etapa literaria en su obra, caracterizada por una superación del realismo social, una búsqueda de nuevos mecanismos narrativos y, sobre todo, el empleo de ciertos resortes para explorar la conciencia de unos personajes fuertemente individualizados. Retahílas presenta una peripecia externa mínima y un espacio temporal reducido a pocas horas (las de una noche). Dos personajes, Eulalia y Germán, tía y sobrino, hablan de sí mismos y de otros personajes en medio de un escenario abandonado y ruinoso (el pazo familiar), muy apropiado para la evocación de los tiempos perdidos. A lo largo de sus retahílas se van entrecruzando las alusiones al pasado familiar entrecruzadas con referencias al presente para poner de manifiesto el paso irreparable del tiempo. Precisamente los dos personajes parecen guiados por el deseo de buscar un interlocutor, alguien con quien hablar de lo que más importa en el momento preciso, para conjurar mediante el diálogo la sensación de derrota que el paso del tiempo conlleva.
La estructura externa de la novela está formada por una introducción, una parte central formada por once capítulos y un epílogo. La introducción, llamada “preludio” (según el diccionario, “aquello que sucede antes de una cosa y la anuncia, prepara o inicia”), presenta a través de un narrador omnisciente —muy atento al describir los detalles del entorno— algunos de los elementos que irán reapareciendo después: la vieja casona, la fuente que sugiere la relación del fundador de la casa con el pueblo, la anciana moribunda, la joven errando por el monte, el personaje de Juana... El cuerpo central son las retahílas del título, las “peroratas” o “monsergas” que Eulalia y Germán van soltando con propósito confesional, disparadas hacia un pasado que sólo puede recuperarse mediante la palabra. En cuanto al epílogo, la tercera persona narrativa (como en la introducción), después de exponer el desenlace del incidente inicial (la muerte de la anciana), describe una escena intensa y extraña: la que descubre Juana al entrar en el salón de la casa (Eulalia y su sobrino duermen abrazados). Esta escena explica la relación entre los presentes: entre Juana y Eulalia (una relación muy compleja, en la que se entremezclan los celos, el miedo y el resentimiento), entre Eulalia y Germán (la protagonista y su interlocutor ideal por fin encontrado) y entre las dos mujeres y el Germán ausente, el padre, al que las dos amaron. La novela tiene, en fin, una estructura simétrica, empieza y termina con las palabras de un narrador que se limita a lo esencial y que no se pierde en explicaciones innecesaria, un narrador que prefiere que sea el lector quien saque las conclusiones pertinentes respecto a las relaciones entre los personajes.
En el cuerpo central tenemos, pues, los once capítulos o retahílas, seis a cargo de Eulalia (el último es muy breve, ocupa sólo siete líneas) y cinco a cargo de Germán, alternándose los de aquélla y éste. Las retahílas son los desahogos verbales de dos personajes que sienten que, por fin, han encontrado la ocasión propicia y el interlocutor ideal para confesarse, para hablar sinceramente de sí mismos. Las palabras van saliendo de ellos a borbotones, sin un orden premeditado, como improvisadas, por eso se van enlazando frase tras frase sin los mecanismos o conectores habituales en la escritura (faltan, como faltarían en cualquier conversación espontánea, ordenadores del discurso del tipo “por una parte”, “por otra”, etc.). Además, el narrador no interviene entre retahíla y retahíla, ni siquiera describe la situación en que Eulalia y Germán se encuentran. Cada capítulo aparece precedido de una la inicial del personaje que habla y del número de su retahíla; así, en E. Uno, nos encontramos de sopetón, in medias res, con la primera retahíla Eulalia: “—...La ruina, lo que se dice la ruina...”, en G. Uno, con la primera de Germán, que se inicia con una alusión a lo que Eulalia acaba de decir (“—Quítate la mano de la frente, anda, no tienes arrugas tú...”), y así sucesivamente. Esta forma de contar la historia implica que lo que sabemos de unos y otros miembros de la familia lo vayamos sabiendo a través de los dos interlocutores y, por tanto, desde una óptica subjetiva. Así, el lector va conociendo la historia del pazo de Louredo, de Juana, la que fuera niña recogida, de Germán padre y de su primera mujer, Lucía, de las relaciones y peripecias de unos y otros, fragmentaria y desordenadamente, sin un orden lineal ni lógico.
El recurso de hacer hablar largamente a un personaje para que sea él quien cuente la historia siguiendo los meandros de su memoria, en lugar del narrador lineal más tradicional, tiene una finalidad introspectiva, sirve para penetrar con mayor inmediatez en su conciencia, para poner en evidencia cómo se encadenan sus recuerdos, su sistema de asociaciones, qué le lleva a pasar de un tema a otro, etc. Es, en definitiva, un recurso que sirve para mostrar cómo cada personaje se enfrenta a sus fantasmas personales, sus miedos, sus deseos más recónditos, sus obsesiones que afloran una y otra vez en lo que dice, etc. Por todo eso Retahílas es una novela que sirve para profundizar en el subjetivismo que Martín Gaite había iniciado con Ritmo lento y para alejarse del objetivismo de sus primeros relatos.
2. La luz de las palabras y la temática de la novela. El lector de Retahílas puede preguntarse por qué las intervenciones de Eulalia y Germán (tía y sobrino) son tan largas, por qué no tienen la extensión que suelen tener los diálogos en las novelas más convencionales. La respuesta la proporciona Eulalia, en su tercera retahíla, cuando dice: “Las historias son su sucesión misma, su encenderse y surgir por un orden irrepetible, el que les va marcando el interlocutor, aunque no interrumpa, es según te mira, ahora las desvía por aquí, ahora por allá, a base de mirada, y nunca dan igual unos ojos que otros; el que oye, sí, ése es quien cataliza las historias, basta con que sepa escuchar bien, se tejen entre los dos, ‘dame hilo toma hilo’ [...] Y cada mirada incuba una historia. A mí hoy me hacías falta tú, precisamente tú, menos mal que has venido.” Lo que significa que si Eulalia habla tan largamente es porque la mirada atenta de Germán se lo va sugiriendo, de la misma manera que, cuando habla Germán, es la mirada de Eulalia lo que le anima a las confidencias, pues, como el mismo Germán dice, “hace falta ver los ojos de la gente para hablar”. Así que, según los personajes de Martín Gaite, el diálogo más auténtico que dos personas pueden sostener requiere la palabra pero también la presencia física del interlocutor.
Decía San Pablo que la letra mata, pero el espíritu vivifica. Al decir la letra se refería a la palabra escrita, a la palabra que no tiene la calidez, el soplo o la inmediatez de la palabra hablada. Eulalia y Germán parecen participar de esa misma creencia, desconfían de la frialdad de la palabra escrita (pues el interlocutor no está próximo) y en cambio necesitan sentir el calor de la palabra hablada (pues se sustenta en la proximidad del otro). Por eso le dice Germán a Eulalia: “Muchas de las cosas que le hubiera escrito son las que te estoy diciendo a ti hoy porque me das pie, porque retahílas piden retahílas y sobre todo porque te puedo ver la cara, los ojos...”. Esas palabras pronunciadas ante el otro, atraídas por la confianza que el otro ofrece, irradian fuego y luz, pues sirven para iluminar el espacio interior de quien las dice y de quien las oye. Son palabras que por ser expresadas con espontaneidad ayudan a conocerse mejor a quien las pronuncia, pero también a quien las oye con fervor, tal como afirma Eulalia: “Al hablar inventamos lo que antes no existía, lo que era puro magma sin encarnar, verbo sin hacerse carne, lo que tenía mil formas posibles y al hablar se cuaja y se aglutina y se aglutina en una sola y única, en la que va tomando.” La palabra dicha en circunstancias de confidencialidad equivale, por consiguiente, al “hágase la luz” bíblico, ya que sirve para dar nombre a lo que antes parecía magmático y oscuro en la conciencia.
Otra función simbólica que parece tener la palabra hablada en esta novela se asocia a la metáfora del fuego. La conversación entre Eulalia y Germán es como una hoguera a la que ambos necesitan echar palabras para mantenerla encendida. Mientras la hoguera se mantiene encendida, el tiempo y su hermana la muerte se mantienen alejados; cuando la hoguera se apaga porque los dos personajes dejan de hablar, el tiempo y la muerte irrumpen en la casa. La muerte para llevarse a la abuela; el tiempo, para recordar cruelmente la verdadera edad de Eulalia. Por eso podríamos deducir que, a cierto nivel simbólico, la temática de la novela tiene que ver con el poder de la palabra hablada para dar vida a quienes son capaces de utilizarla. Pero, a otro nivel más inmediato, la novela desarrolla el tema del tiempo y su efecto sobre las personas, pues hablando y hablando, Eulalia retrocede hasta el tiempo de su juventud y Germán se anticipa a su madurez: así se igualan, se sienten más cerca una y otro. Se borra de repente entre ellos la diferencia de edad, o como ha escrito al respecto Ricardo Gullón, “se alisan las arrugas del tiempo. Las primeras palabras de la primera retahíla de Germán son para negar esas arrugas; a la luz del instante, no existen. La mujer tiene la juventud con que el hombre la vio en una fotografía del ayer: el tiempo parece abolido”, pero tal “abolición es ilusoria”, según muestran las últimas palabras del epílogo, pues si Juana se sorprende al final de la novela de encontrar abrazados a Eulalia y a Germán es porque esa escena la hace revivir otra escena del pasado, de treinta años atrás, en la que había sorprendido a Eulalia y a su hermano Germán abrazados de manera similar. Por un momento Juana ha tenido la sospecha de que veía una alucinación y han revivido en ella los celos que sentía hacia Eulalia por tener ésta con Germán la intimidad que ella, Juana, hubiese querido tener; luego, al encender la luz del salón, “ella misma se quedó aterrada de la transformación que acababa de provocar. Porque la mujer que se desprendió de los brazos del muchacho y levantó hacia Juana un rostro súbitamente descompuesto y plagado de surcos [...] mostraba a la luz cruda de la lámpara su verdadera edad: cuarenta y cinco años.” Es decir, de repente, la diferencia de edad que se había borrado entre los dos personajes mientras hablaban ha vuelto a emerger. El tiempo no ha pasado en vano. El silencio entre Eulalia y Germán los ha devuelto a su verdadera edad.
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