Federico García Lorca

per Francisco Gallardo darrera modificació 2020-03-25T14:37:00+01:00
Apuntes para comentar algunos poemas de Lorca

Poemas de Lorca

 

Vuelta de paseo

 

Asesinado por el cielo.

Entre las formas que van hacia la sierpe

y las formas que buscan el cristal,

dejaré crecer mis cabellos.

 

Con el árbol de muñones que no canta

y el niño con el blanco rostro de huevo.

 

Con los animalitos de cabeza rota

y el agua harapienta de los pies secos.

 

Con todo lo que tiene cansancio sordomudo

y mariposa ahogada en el tintero.

 

Tropezando con mi rostro distinto de cada día.

¡Asesinado por el cielo!

F.  García Lorca, Poeta en Nueva York.

 

1. Temática y organización formal del tema.

Este poema está colocado al principio de Poeta en Nueva York, a modo de pórtico. Tiene, por consiguiente, una finalidad muy precisa: anunciar el estado anímico que domina en el libro. El yo poético se siente “asesinado por el cielo”, es decir, cansado de vivir, agobiado por el fatum. “El cielo” encarnaría aquí el fatum, el destino, la fuerza sobrenatural que parece imponerse a la vida humana como una maldición de los dioses. Esa fuerza ha llevado a Lorca hasta Nueva York; allí contempla un panorama desquiciante. La ciudad de los rascacielos atraviesa entonces una época crítica: el famoso Crack del 29 (el hundimiento de la Bolsa con la consiguiente crisis económica y social, el cierre de empresas, el aumento del paro, etc.). La ciudad decepciona al poeta; le produce una fuerte impresión de vértigo, de sofoco. Le parece que allí la naturaleza ha sido arrollada por la técnica y que, en consecuencia, el ser  humano  se ha alejado de sus raíces, se ha masificado y ha degradado su humanidad. Esta visión angustiosa de la realidad inmediata y, por tanto, de su propio ser, la derrama Lorca en cada verso de este poema y en casi todos los poemas del libro con imágenes que significan desolación y dolor. Veamos cómo la manifiesta en esta “Vuelta de paseo”.

El poema está formado por doce versos polimétricos, todos de arte mayor; su medida oscila entre las nueve sílabas del verso inicial y las dieciséis del penúltimo. Esta irregularidad métrica debe entenderse aquí como una repercusión de las irregularidades o desarmonía que el contenido muestra. En un mundo desarmónico y confuso no resulta decoroso mantener las viejas formas regulares del verso, parece decirse Lorca. Por eso el ritmo del poema no se basa ahora en las viejas pautas clásicas, sino en los mecanismos del versolibrismo, lo que no impide que aparezca una rima asonante en -éo en los vv. 1, 4, 6, 8, 10 y 12 (es decir, en todos los versos pares menos en el segundo, y en un impar, el primero). De los mecanismos rítmicos del versolibrismo Lorca emplea aquí algunos como la repetición de palabras (“las formas”, en los vv. 2 y 3) y de versos enteros (“Asesinado por el cielo”, al principio y al final), las similicadencias (“”las formas que van...”, “las formas que buscan...”), los paralelismos sintácticos (muy numerosos, por ejemplo, entre los vv. 2 y 3: SN constituido por un núcleo seguido de una oración adjetiva o los tres sintagmas preposicionales ), las estructuras anafóricas (versos que empiezan por “con...”, “y...”), etc. De todos estos mecanismos el que tiene más relieve es de los paralelismos: los vv. 5 y 6 constituyen un complejo sintagma preposicional de un verbo en zeugma (“dejaré crecer”, presente sólo en el v. 4) con la misma estructura que los vv. 7/8 y 9/10, es decir, se trata de tres grupos de versos con una estructura básicamente nominal y con similar función sintáctica con respecto al verbo principal. Este paralelismo no es gratuito, tiene como finalidad constituir una especie de enumeración caótica al servicio de la visión desgarrada que comunica el poeta. En cuanto a la mentada asonancia de los versos pares, tal vez deba considerarse como una reminiscencia del romance y, a la vez, como una manifestación de esa voluntad de Lorca de asociar tradición con modernidad.

En cuanto al sentido del poema, llamemos la atención sobre la yuxtaposición de imágenes, que es un elemento característico del surrealismo. Las imágenes no se encadenan aquí mediante conectores textuales, sino que  se superponen o se añaden unas a otras para crear un efecto onírico en el lector. Empecemos con la primera. El poeta acaba de volver de un paseo y, como consecuencia de lo que ha visto, se siente “asesinado por el cielo”. Este verso contiene una dramática hipérbole: el “cielo”, es decir, el destino habría llevado al yo poético a sentirse (en Nueva York) en un estado de confusión y angustia que equipara con “un asesinato” (de su identidad, de sus ansias de vivir en un medio natural). Por eso no duda en imaginarse muerto en un escenario apocalíptico. La caracterización de este escenario ocupa la mayor parte del poema: en ese escenario el yo,  metafóricamente asesinado, dejará crecer sus cabellos (como se sabe, el pelo sigue creciendo después de la muerte), lo que significa dejadez, abandono. El escenario en el que parece yacer el cadáver es como un vertedero, un lugar en el que se acumulan los desechos, los cuerpos sin forma. Algunos de esos desechos “van hacia la sierpe”, lo que puede interpretarse de varios modos. “Sierpe” significa “serpiente” y, por extensión, todo lo que se mueve sinuosamente, pero también “persona fea y feroz” y, poéticamente, “río o arroyo”. Cualquiera de estos significados puede asociarse en este contexto a la idea de transformación, de descomposición. Otros desechos “buscan el cristal”, es decir, lo inerte, lo inanimado, pues en un vertedero ciertas sustancias parecer petrificarse, mineralizarse. El único árbol de ese paisaje no es un árbol cantor, es decir, no habitan en él los pájaros, pues sólo tiene ramas amputadas, sin hojas (la palabra “muñones” connota una forma de violenta mutilación). En cuanto al niño (¿un muñeco tal vez?), pálido, sin vida, se lo equipara con un huevo (cosificación). Los “animalitos” también presentan huellas de violencia y mutilación (tienen “la cabeza rota”); el agua de los charcos es dramáticamente escasa y sucia (“harapienta”). Todos los desechos de este vertedero parecen estar dotados “de un cansancio sordomudo”, es decir, de una agotada capacidad de hablar o de oír. La última imagen del vertedero no puede ser más significativa: una mariposa —tantas veces símbolo de la belleza delicada—, aparece muerta, “ahogada” en un frasco de tinta (y, por consiguiente, sucia, transformada en algo distinto de lo que fue). En definitiva, todos los seres de ese paisaje han perdido su naturaleza, se han degradado. Y esto es una repercusión de la transformación que el yo poético está ya experimentando: su rostro cambia “cada día”, es decir, se metamorfosea como consecuencia de vivir en un medio hostil, y esa metamorfosis produce confusión en el sujeto, una sensación de tropiezo (“tropezando...”).

 

2. Significación formal, temática y estética en la obra (o etapa) a la que pertenece y en la trayectoria poética de su autor.

Federico García Lorca (1898-1936), poeta del Grupo poético del 27, es autor de una obra que pese a su variedad parece regida por una serie de constantes temáticas: el sentimiento de frustración que habitualmente resulta tanto en su teatro como en su poesía del choque de los sentimientos o de los deseos contra la cruda realidad (por ejemplo, en La casa de Bernarda Alba), el amor entreverado de erotismo (un erotismo irrealizable, obsesivo, sufriente), la visión de la infancia como un paraíso perdido, la solidaridad con los marginados o los perseguidos (gitanos, negros, mujeres...), la muerte entendida como una fatalidad omnipresente que continuamente aparece camuflada bajo diferentes formas (la luna, la noche, una mujer, un jinete, etc.).

En la poesía de Lorca se establecen tres etapas. En la primera se incluyen los libros publicados entre 1921 y 1928 (Poema del Cante Jondo, Romancero gitano, etc.). En esta etapa se mezclan los elementos procedentes de la tradición culta con los de la popular (ésta es una característica común a otros poetas del 27); junto a huellas de Góngora, Bécquer, Rubén Darío, Juan Ramón Jiménez, etc., encontramos una fuerte influencia del Cancionero, del Romancero, del folclore y del cante jondo andaluz. La métrica de este periodo se caracteriza por el empleo de versos cortos (octosílabos, hexasílabos...), rima asonante, uso del romance, etc. En las obras de esta etapa los temas dominantes, aparte de los ya mencionados, tienen que ver con la soledad, con el destino trágico, con la definición del alma andaluza (la pena sería un constituyente esencial del ser andaluz), etc.

La segunda etapa, ejemplificada con Poeta en Nueva York —libro al que pertenece nuestro poema— se caracteriza por su vanguardismo, por la asimilación de técnicas procedentes del surrealismo. Aunque Lorca no perteneció en un sentido estricto al surrealismo como sus amigos Dalí y Buñuel, no quiso tampoco permanecer indiferente a una estética que atrajo a muchos otros poetas del 27 (Alberti en Sobre los ángeles, Cernuda en Un río, un amor, Aleixandre en Espadas como labios, Emilio Prados en Cuerpo perseguido, etc.).  Pero si bien en los poemas de Poeta en Nueva York y en “Vuelta en paseo” particularmente libera las imágenes de sus ataduras lógicas (ya hemos hablado en la primera parte del comentario de la ausencia de conectores), nunca llega a incurrir en la pura creación inconsciente ni en la práctica de la escritura automática, pues nunca pierde de vista que la estética está al servicio de una determinada intención expresiva. En esta etapa Lorca empleará el versículo, sin embargo esto no significa que abandone por completo la rima asonantada ni el verso regular (por ejemplo, en “La Aurora” emplea el alejandrino). En cuanto a la temática dominante —la nostalgia de la infancia, el amor no realizado, el sufrimiento, la muerte violenta, etc.—, ahora se inscribe en el contexto de la gran ciudad y la crisis económica del 29 con una intencionalidad más social.

En la tercera época (Diván de Tamarit, Sonetos del amor oscuro) vuelve a una poesía más intimista, con un acento especial en la temática erótica. Se hace muy evidente la influencia de la poesía arábigo-andaluza (sensualismo). Métricamente se emplea el verso libre y se recrean formas métricas y combinaciones clásicas (el endecasílabo, el soneto).

Formalmente el poema que comentamos es muy representativo del libro al que pertenece y, por tanto, de la segunda etapa de Lorca. Presenta una gran libertad formal, tanto métrica como sintáctica. Métricamente el poema presenta el característico empleo vanguardista del versículo (versolibrismo), es decir, una gran variedad métrica combinada con un ritmo basado en las repeticiones de ideas, palabras, esquemas, sintácticos, etc. Esto no impide algunos casos de isosilabismo (por ejemplo, los vv. 2, 5 y 6 son dodecasílabos) ni tampoco el empleo de la asonancia en -éo (mayoría de versos pares). Esta mezcla nos hace pensar una vez más en las particularidades del vanguardismo del 27, que no fue del todo ortodoxo, pues mantuvo elementos tradicionales, pero también en los romances de la primera etapa del autor, muchos de los cuales se caracterizaban por sus novedades con respecto a la pauta tradicional. La mayor parte del poema está formada por una serie de complementos circunstanciales encabezados por “con...” que se refieren a las circunstancias en que el yo poético se abandonará como expresión de su cansancio (“dejaré crecer mis cabellos”). El poema se cierra y se abre con el mismo enunciado, “Asesinado por el cielo”, lo que le da un aire de estructura cerrada, circular, de cuadro completo, pues al fin y al cabo se trata de una especie de síntesis del libro. Pero mientras en el primer verso el enunciado se presenta en modalidad declarativa, en el último verso aparece en forma exclamativa para acentuar el sentimiento de angustia que corroe o “asesina” al protagonista.

Temáticamente. Aunque el tema de la muerte violenta (“asesinato”) y el de la fatalidad (“el cielo”) aparecen en todas las etapas de Lorca, en Poeta en Nueva York ambos adquieren connotaciones especiales de mutilación, metamorfosis y descomposición. Si Goya había escrito al principio de sus Caprichos que “el sueño de la razón produce monstruos”, Lorca parece decirnos en este pórtico (primer poema del libro) que “la civilización moderna es una pesadilla de la que parecen emerger las imágenes más horrorosas” en la que los rascacielos compondrían una “geometría angustiosa” y desesperante. En Nueva York reina la muerte porque faltan el amor, la solidaridad y el apego a la naturaleza. (No es casual que Lorca, siguiendo una recomendación de Neruda, pensara en titular este libro Poemas de los muertos. Como él fue ejecutado antes de que el libro apareciera, no pudo decantarse finalmente por este título, pero sólo que lo hubiera barajado ya resulta sugerente.) En nuestro poema, concretamente, la imagen del cadáver del sujeto se asocia a imágenes de podredumbre (“animalitos de cabeza rota”, “agua harapienta”, “mariposa ahogada”, etc.), de soledad y silencio (“cansancio sordomudo”). Conviene resaltar que el sujeto no parece oponerse a esa fatalidad; se sabe víctima de ella sin más, como ocurría por ejemplo con el protagonista de la “Canción del jinete”       que sabía que “nunca llegaría a Córdoba” porque la muerte se lo impediría.

Estéticamente, el poema se inscribe dentro de la etapa vanguardista. Lorca está ahora (en septiembre de 1929, cuando escribe el poema) muy lejos de ciertas imágenes de belleza delicada propias de su primera etapa. Las influencias de Rubén Darío y Juan Ramón Jiménez han quedado muy atrás. Ahora le interesa más destacar la fealdad del mundo. Cree que es más honesto dar cuenta de lo que ha visto, aunque eso suponga revivir el dolor y la angustia experimentados en su “paseo neoyorkino”. El parentesco del poema con el surrealismo lo vemos en esa falta de prejuicios estéticos, es decir, Lorca ya no parte de una idea preconcebida de belleza, le importa ante todo construir un poema que tenga una coherencia interna, aunque esta coherencia no esté expresada gramaticalmente. Como hemos visto en la primera parte de nuestro comentario, tanto las irregularidades métricas como la yuxtaposición de imágenes son recursos vanguardistas con los que Lorca, que no abandona en ningún momento una perspectiva y un control del poema, trata de retratar la desarmonía del mundo moderno. La falta de lógica aparente del poema —o lo que es lo mismo, su apariencia de pesadilla— sería la respuesta lorquiana a la deshumanizada lógica industrial y urbana que ha encontrado en Nueva York.

Apuntes para comentarios de otros poemas lorquianos

1.   “Gacela del amor imprevisto”

Este poema pertenece al Diván de Tamarit (escrito entre 1931 y 1934, fue publicado en 1940). El título del libro anuncia la deuda de Lorca con la tradición poética arábigo-andaluza, pues la palabra árabe diwán significa “colección de composiciones de un poeta, generalmente catalogadas por orden alfabético de rimas”; además, el libro está formado por “gacelas” y “casidas”. [Se llama casida, en árabe, “a todo poema de cierta longitud, con determinada estructura interna, y en versos monorrimos”. La gacela, en la lírica persa, “es un poema corto, de tema erótico, con determinados rasgos técnicos, con más de cuatro versos y menos de quince”.] Lorca no se atiene rigurosamente a ninguna de estas definiciones. Pero debe advertirse que mientras en algunas casidas se especifica que van dirigidas claramente a una muchacha (“Casida de la muchacha dorada”, “Casida de la mujer tendida”...), en la mayoría de poemas el autor parece dirigirse a “un amor genérico que abarca ambos sexos”, como en nuestra “Gacela del amor imprevisto”, en la que recrea una escena amorosa de intenso erotismo, sensual y misteriosa.

Los versos, todos endecasílabos menos el primero, se agrupan de cuatro en cuatro con rima asonante en -ée en los pares; la composición, por tanto, podría considerarse un romance lírico de endecasílabos.

El sujeto poético crea desde el primer momento un ambiente de embrujo y misterio. Se dirige a una persona amada inespecificada para resaltar su singularidad, su carácter enigmático (“Nadie comprendía...”, “Nadie sabía...). El enigma nace de su cuerpo (su vello púbico aparece mencionado con una metáfora floral, “magnolia”), pero también de su forma de amar tan apasionada (“...que martirizabas/ un colibrí de amor entre los dientes”, una delicada manera de aludir a los besos y a la lengua vista como un pajarillo tembloroso).

En el segundo grupo de versos se alude a cuatro encuentros amorosos a lo largo de cuatro noches; los abrazos (“la cintura enemiga de la nieve” se refiere a una cintura morena, ardiente y fogosa, capaz de derretir la nieve) se suceden en medio de largos momentos de contemplación y silencio. (El silencio viene sugerido por el hecho de que los ricitos de la amada, vistos como pequeños animalitos delicados y traviesos, caen dulcemente dormidos sobre su frente, despejada, tranquila y luminosa como una plaza bañada por la luna.)

“La magnolia del vientre”, “los jazmines” y el “pálido ramo de simientes” (es decir, de deseos y ansias de vida) justifican el apelativo de la figura amada: “jardín de mi agonía”. ¿Por qué jardín? Porque  se trata de una figura olorosa, sensual y acogedora como un “locus amoenus”. ¿Por qué de mi agonía?  Porque Lorca en sus últimas obras identifica amor y muerte; para él, el momento de mayor intensidad amorosa supone una pérdida de la propia conciencia individual y, por consiguiente, una entrevisión de la muerte. El poeta quisiera perennizar ese instante para siempre, pero tiene que rendirse a la evidencia de que el tiempo del amor es inevitablemente fugaz (por eso el cuerpo amado se califica de “fugitivo para siempre”). Aunque se sepa físicamente unido a la persona amada (“la sangre de tus venas en mi boca”), sabe que esa satisfacción implica al mismo tiempo una conciencia terrible de la propia muerte (“tu boca ya sin luz para mi muerte”). En definitiva, amar significa destruir lo que uno es (“mi propia muerte”) para poder ser el otro (“la sangre de tus venas en mi boca”).

Formalmente vemos en el poema, junto a las habituales metáforas florales —una constante en la poesía de todas las épocas de Lorca—, una ambientación evocadora, sensual (alusión a los perfumes, al colibrí, a la noche como escenario de encuentros amorosos, las referencias a la carnalidad, a la boca, etc.), que es característica de la tercera época lorquiana y que sirve de verdadera manifestación de la influencia de la poesía arábigo-andaluza. Llamemos también la atención sobre la novedad que supone el romance lírico de endecasílabos.

Temáticamente encontramos puntos de vista nuevos sobre el concepto de amor. Ahora más que nunca el amor parece describirse en toda su íntima crudeza; la verdad del amor realizado es su parentesco con  la muerte (eros y thánatos). Las referencias eróticas están cargadas de connotaciones de violencia (“martirizabas”, “mi agonía”, etc.). La figura amada está inespecificada sexualmente pero, en cambio, su significado es dual,  vida y   muerte. El amor es la experiencia más deseable, pero también la más devastadora (en ella se entreve la destrucción del yo).

Estéticamente, el poema está alejado de la poesía neopopular de los primeros años. Ni el tema ni el lenguaje de esta composición se avienen con la poesía de corte más tradicional. Mientras que el título (“Gacela...”) y la creación de un ambiente de gran sensualidad remiten a la poesía arábigo-andaluza y a la poesía árabe en general (“los caballitos persas” reforzarían esa evocación), ciertas sinestesias (“comprender el perfume”, “tu boca ya sin luz”...) y ciertas palabras (“colibrí”, “marfil”...) nos hacen pensar en cierta huella modernista. Esto no significa que se haya abandonado el romanticismo latente en la mayor parte de composiciones de Lorca (referencia a la luna, al “pálido ramo”, a la noche, etc.); incluso cierta extraña asociación (“yeso y jazmines”) puede hacer pensar por un momento en la etapa vanguardista. En definitiva, Lorca recibe muchas influencias pero es siempre él mismo.


2. “Casida del llanto”

Como el precedente, también este poema pertenece al Diván de Tamarit (vale para él lo que hemos dicho anteriormente). Mientras que en la “Gacela del amor imprevisto” aparecía una figura que servía de interlocutor, aquí el yo poético es el único protagonista. El poema comunica una visión desolada del mundo, pero también un deseo de solidaridad con los que sufren. El poeta parece advertir que no es posible vivir encerrado en una “torre de marfil”, pues “el llanto” (es decir, el sufrimiento de los otros) es omnipresente y no puede dejar indiferente a nadie.

El poema está formado por doce versos polimétricos (abundan los eneasílabos, pero incluso aparece un alejandrino, el v. 7) que se agrupan en tres series desiguales (la primera de cuatro versos, la segunda de tres y la tercera de cinco). Las asonancias, aunque distribuidas irregularmente, son abundantes: en -áo (vv. 2, 4, 7 y 12), en -áe (vv.5 y 6) y en -éo (vv. 8, 9, 10 y 11). El ritmo viene reforzado por numerosas repeticiones: de palabras (“llanto”, “ángel”, “perros”, “violines”, etc.), de versos (v. 4 y 12: “no se oye otra cosa que el llanto”), de estructuras sintácticas (paralelismo  entre los vv. 5 y 6, por un lado, y entre los vv. 8, 9 y 10, por otro), reiteración de la misma palabra al final de varios versos (“inmenso” en los vv. 8, 9 y 10), etc. Estos recursos deben interpretarse formalmente como una pervivencia del ritmo obsesivo propio de la etapa vanguardista.

La primera imagen del poema nos hace pensar en un poeta del estilo de ciertos modernistas: un poeta cerrado al mundo, encerrado en su “torre de marfil”, alejado del sufrimiento colectivo (el “llanto” sería una consecuencia del sufrimiento, por tanto sería una palabra utilizada a modo de metonimia). Pero inmediatamente surge un “pero” (v. 3) que introduce una matización, un contraste: no es posible aislarse; el sufrimiento es tan inmenso que desborda “los grises muros”. El llanto es tan fuerte que impide escuchar o concentrarse en otras cuestiones.

¿Cuáles son esas otras cuestiones en las que el yo quisiera concentrarse? ¿Qué es lo que el yo quisiera oír y no puede porque el llanto se lo impide? La poesía celestial (“los ángeles”, es decir, los poetas que están lejos de la realidad humana), la música de la naturaleza (“los perros” representan aquí a los animales en general) y la música evasiva (que sería para él arte de poco peso, de escaso valor, y por eso dice hiperbólicamente: “mil violines caben en la palma de mi mano”, porque  “los violines” son el instrumento con que se toca ese tipo de música).

En el tercer grupo de versos describe el llanto mediante una serie de imágenes que contrastan  con  lo que ha dicho anteriormente, y de nuevo se emplea la conjunción adversativa “pero” para introducir la idea de oposición. El sufrimiento es más fuerte, más “inmenso” que cualquier música de la naturaleza, que cualquier poesía celestial y que cualquier tipo de música evasiva, pues “las lágrimas amordazan al viento”, es decir, impiden que la naturaleza pueda hablar libremente. Si el viento “está amordazado”, la vida no puede vivirse con normalidad y el poeta no puede encontrar inspiración en ella. Es necesario, primero, oír y comprender por qué lloran los que sufren. Es necesario, parece decirnos Lorca, dejarse de esteticismos y atender en primer lugar el sufrimiento ajeno.

Estamos aquí ante un poeta que parece dar una fuerte orientación social a su poesía. Esta es una novedad temática (la preocupación por los otros, la declaración de nuevos principios poéticos...) y estética (rehumanización de la poesía del 27, influencia de las ideas del compromiso social que defendían Alberti y Neruda por esos años...). Pero una novedad que es, ante todo, fruto de una evolución personal, pues desde siempre había mostrado Lorca sus sentimientos de solidaridad hacia los marginados y perseguidos, tanto en el Romancero gitano (1ª época) como en Poeta en N.Y. (2ª. época).

La finalidad de este poema es la misma que le lleva a declarar poco antes de su muerte: “En este momento dramático del mundo, el artista debe llorar y reír con su pueblo. Hay que dejar el ramo de azucenas y meterse en el fango hasta la cintura para ayudar a los que buscan las azucenas.” Lorca está afirmando que resulta inmoral buscar cierta belleza (la que representan las azucenas en la frase, la que representan los ángeles en el poema) mientras haya en el mundo dolor e injusticias (o “llanto”, en el sentido que tiene la palabra en el poema, o “fango”, en el sentido que tiene esta palabra en la frase anterior).

 

 

3.   “Casida de la mujer tendida” (Diván de Tamarit).

Decíamos en las notas a la “Casida del amor imprevisto” que la “Casida de la mujer tendida” y la “Casida de la muchacha dorada” se refieren claramente a mujeres. El poema consiste en describir poéticamente  un cuerpo femenino. El cuerpo se asocia básicamente a la Tierra como paisaje contemplado estéticamente, pero también visto como esperanza de fertilidad. (Ciertas imágenes de esta “mujer-paisaje” pueden recordarnos el primer poema de Veinte poemas de amor y una canción desesperada de Neruda, que Lorca conocía muy bien: “Cuerpo de mujer, blancas colinas...”)

Esta casida está formada por dieciséis versos endecasílabos agrupados de cuatro en cuatro. Se trata de versos blancos, carentes de rima si descontamos dos asonancias, la primera en -áa, entre los vv. 4 y 5, y la segunda, más distante, en -áe, entre los vv. 6 10. Esto no significa falta de ritmo: la regularidad del endecasílabo por un lado y el recurso a las repeticiones por otro, aseguran un ritmo clásico que transmite serenidad, muy acorde con la situación estática que se evoca (en el poema no hay acción; la mujer protagonista aparece tendida, quieta). Veamos algunas de esas repeticiones, que sirven para estructurar el poema y para subrayar ciertas imágenes.

El primer verso y el quinto presentan el mismo esquema sintáctico (“Verte desnuda es...”), lo mismo que los vv. 9 y 10 (“Tu vientre es...”/ “Tus labios son...”); la repetición de la palabra Tierra origina una anadiplosis (entre el v. 1 y el 2) y una anáfora (vv. 2 y 3); el empleo de tres formas verbales en futuro (“sonará”, “vendrá”, “sabrás”), aparte de producir una sensación de rima interna,  constituye un caso de similicadencia, etc.

En el primer verso aparece la idea principal; los demás versos vienen a ser una expansión de esa idea. Por eso puede decirse que el poema presenta una estructura analítica, descendente. Va de lo más general a lo más concreto; se empieza con una panorámica general (el cuerpo) y se acaba con referencias más detalladas (el vientre, los labios, el espacio de debajo de la cama, etc.).

La primera asociación entre “mujer desnuda” y “Tierra” se matiza en el segundo verso: el cuerpo femenino evocado no recuerda cualquier paisaje, sino un paisaje sin accidentes, sin irregularidades, sin presencias perturbadoras. Es decir, la alusión a los caballos y al junco serían referencias al sexo masculino, por eso se añade que un paisaje de esas características, por brillante o hermoso que fuera (“confín de plata”), estaría cerrado “al porvenir”, de la misma forma que una mujer sin varón estaría condenada a la infertilidad.

En el segundo grupo de versos se enriquece la connotación sexual con otras imágenes, la de la lluvia y la del mar. La mujer desnuda se identificaría con la tierra que espera la lluvia (símbolo de fertilidad); la lluvia sería la fuerza masculina que busca el “débil talle” (la cintura femenina). En cuanto a “la fiebre del mar”, sería un modo de aludir a la permanente inquietud de las aguas del mar, siempre en busca de algo inalcanzable (el brillo o espejeo del agua producido por la luz). La contemplación del cuerpo femenino haría comprensibles, por analogía, ciertos fenómenos naturales.

La tercera serie de versos introduce mediante una serie de verbos en futuro un tono predictivo, de resonancias proféticas. Se anuncia una presencia masculina, apasionada (“La sangre...”), sexualmente ardiente (“...fulgurante”). La mujer, ya embarazada, entrará en un estado de sosiego y de desconocimiento (“no sabrás...” ni dónde se oculta la fealdad, “el corazón del sapo”, ni la delicadeza, “la violeta”).

En los últimos versos se vuelve al presente. El vientre de la mujer parece ya preparado para la anunciada gestación (“una lucha de raíces” alude al cordón umbilical que une a la criatura con el cuerpo de la madre); sus labios abiertos también anuncian un amanecer luminoso (el nacimiento de un nuevo ser, “un alba sin contorno”). Pero la muerte está al acecho: si “las rosas tibias” son los cuerpos abrazados del hombre y la mujer, muy cerca de ellos estaría la muerte, porque en el amor confluyen los dos impulsos, el de vida (Eros) y el de muerte (Thánatos).

En definitiva, si formalmente el poema presenta una pequeña variación con respecto a la “Gacela del amor imprevisto” (los endecasílabos blancos), temática y estéticamente estaría en la misma línea, pues también aquí confluyen amor y muerte, la estética hedonista del mundo hispano-árabe y la estética romántica (cristiano-judía) que asocia el impulso de vida y el de destrucción.

 

4.   “Soneto de la dulce queja”.

Este poema pertenece a la serie de los once Sonetos del amor oscuro, publicados en 1984, un grupo de sonetos que se caracteriza por su temática homogénea (el amor prohibido). Según parece, Lorca pensaba incluir estos sonetos en un conjunto mayor titulado Sonetos o Jardín de sonetos. Que Lorca escribiera sonetos hacia 1935 debe entenderse como una muestra de su vuelta a la preceptiva clásica (esta vuelta se encuadra dentro de la tendencia neoformalista en la que también se incluye Miguel Hernández, autor de El rayo que no cesa, libro formado por sonetos, publicado en 1936).

En la poesía de Lorca encontramos numerosos ecos de San Juan de la Cruz y de la poesía mística en general; sin ir más lejos, el oxímoron del título, “la dulce queja”, vendría a ser una variante de las “dulce llaga” de la poesía mística. Esa contraposición entre el significado de “dulce” y el de “queja” apunta al centro de lo que para el poeta significa el amor, goce y sufrimiento. El sufrimiento deriva en este caso del miedo a perder la compañía de la persona amada que tanto goce le proporciona. El yo poético se dirige a ella para recordarle todo lo que representa para él, y termina con una petición: que se mantenga el vínculo entre ambos.

Este soneto presenta una factura clásica: catorce versos endecasílabos de rima consonante, ordenados en dos serventesios (ABAB ABAB) y dos tercetos encadenados (CDC DCD). Lorca, después de la gran aventura que en términos métricos supuso Poeta en Nueva York, no introduce ninguna innovación formal en este soneto, quizá para transmitir una mayor sensación de tranquilidad y equilibrio. Pero esto no significa que sustente su noción de ritmo sólo en la métrica: ahí tenemos la anáfora entre los vv. 1 y 4 (“Tengo...”),  ciertos paralelismos (vv. 9 y 10) y similicadencias (“eres”, “soy”), etc.

El sujeto poético interpela a la persona amada y le confiesa su “miedo” a perderla. Pondera de ella el fuerte efecto de sus ojos imperturbables, serenos (“tus ojos de estatua”) y

de su aliento (identificado metafóricamente con una “solitaria rosa” por su buen olor). La alusión a estos elementos físicos —la boca y los ojos— sirve para enmarcar la relación amorosa en un plano de gran intimidad y para dotar al poema de una evidente carga erótica.

En el segundo serventesio el “miedo” se convierte en “pena”: la que produciría la soledad. Esta soledad está aludida con una imagen preñada de dolor: igual que un árbol sufre si le podan o amputan las ramas, también el yo sufriría si le quitaran aquello que es signo o manifestación de su vida, la persona amada. Ese dolor por la pérdida imaginaria se equipara con “un gusano” insaciable. La imagen del “gusano” asociada al “tronco” en que quedaría convertido el sujeto nos lleva a pensar en la carcoma que devasta la madera y, por tanto, en un cuerpo agónico, enfermo.

Para el hablante, la persona amada es, simultánea y paradójicamente, “tesoro" —“oculto”, pues acaso  nadie conoce las relaciones que mantienen ambos— y “cruz”, es decir, lo más valioso pero también una forma de sufrimiento. Esta paradoja se refuerza con una imagen degradante del propio sujeto: “soy el perro de tu señorío”. Es decir, el sujeto se arrodilla ante la persona amada como si ésta fuera un ser superior, igual que un perro ante su amo.

El poema termina con una angustiosa contraposición entre “perder”(una posibilidad orientada al futuro, por eso se expresa en infinitivo) y “ganar” (una realidad que se expresa en pasado porque puede ser efímera). Y con una última petición: si el amor es un río (esta identificación ya la había expresado Cernuda en Un río, un amor), lo que justificaría términos como “orilla” (v. 5) para referirse a uno de los enamorados, el tú (la persona amada) debería arrastrar en su corriente, en su flujo vital, las “hojas”, es decir, los poemas que al sujeto del poema le inspira este amor. En definitiva, el sujeto pide que su interlocutor acepte estos versos a modo de ofrenda, de adorno (“adorna...”), pues están escritos desde un sentimiento de arrebato, de enajenación total.

Si formalmente este soneto rezuma clasicismo y serenidad, como hemos dicho, por su temática (el yo sufriente que declara sus miedos y sus penas) y por su estética (el amor equiparado a un tesoro, a un río, etc.) tendríamos que emparentarlo con el romanticismo, una línea estética en la que siempre se movió muy a gusto Lorca, aunque compatibilizándola con otras líneas (ecos de Garcilaso, de San Juan de la Cruz,  e incluso de Góngora en algún caso, etc.).

 

 

5.   “El poeta pide a su amor que le escriba”.

He aquí otro de los Sonetos del amor oscuro (vale para él lo que dijimos de los

sonetos en general al principio del comentario anterior). También en este caso encontramos ecos de San Juan de la Cruz y del misticismo: “noche del alma para siempre oscura” (v. 14), que es una paráfrasis de la “Noche oscura del alma” de San Juan, y “viva muerte” (v. 1), un oxímoron que procede de la tradición petrarquista.

Este soneto-epístola, publicado alguna vez como “Soneto de la carta”, contiene en su título el objetivo del sujeto al escribirlo: recibir contestación de la persona amada. El sujeto dice esperar “en vano”, pero al escribir el soneto parece que no haya perdido del todo la esperanza.

El soneto presenta una variación formal con respecto al anterior: sus catorce endecasílabos de rima consonante se ordenan en este caso en dos cuartetos (ABBA ABBA) y dos tercetos (CDC DCD). Lorca, una vez más, refrena su intensa pasión al constreñirla en unos moldes clásicos. Este contraste entre el contenido apasionado y la concentración expresiva a la que obliga el soneto (en catorce endecasílabos se ha de encerrar todo lo que el poeta quiere decir)  confiere a este soneto una gran intensidad.

El poema empieza con dos apelativos que, en principio, parecen antagónicos, pero que, en realidad, expresan la dualidad entre “eros” y “thanatos” de la experiencia amorosa, según Lorca.: “amor de mis entrañas” (lo que significa que es un amor hondo, profundamente arraigado en el ser del yo) y “viva muerte” (el tú representa la muerte del yo; por amor al otro, que está vivo, el yo deja de ser quien es, se transforma en otro: muere en sentido figurado, hiperbólico). Como el sujeto poético no cree que vaya a recibir noticias (carta) de la persona amada y vive por ello en permanente inquietud (otro oxímoron con sabor a misticismo, “vivo sin mí”, que recuerda el “Vivo sin vivir en mí...” de Santa Teresa), llega a la conclusión de que es preferible “perder” a la persona amada y no tener que preocuparse por ella (o lo que es lo mismo, vivir sin “la espina dorada” de la que había hablado Machado). (La referencia a “la flor que se marchita” debe entenderse como una metáfora erótica —tan  frecuentes en Lorca—, alusiva en este caso a la falta de estímulo sexual por la ausencia de la figura amada.)

En la segunda estrofa se trasciende la experiencia personal, se habla en términos más indirectos. Si el sujeto pierde a su amor, se convertirá en “aire” o “en piedra inerte”, destinos que son preferibles antes que continuar en el estado en que se encuentra. O se convertirá en “un corazón interior” (v. 7), cerrado por tanto a cualquier sentimiento; un corazón así sería indiferente a las emanaciones dulces y frías (“miel helada”) de la luna (que es, en este caso, la persona amada, porque ambas representan la muerte). Es decir, la luna se equipara a la persona amada porque ambas son duales: dulces como el amor (la “miel...”) y frías (“...helada”) como la muerte.

El “pero...” de la tercera estrofa introduce un reparo a todo lo anterior. El protagonista le recuerda a su interlocutor los buenos momentos vividos en su compañía, en especial momentos de gran intimidad física, en los que él fue, sucesivamente, feroz como un “tigre “y delicado como una “paloma” (v. 10), momentos en los que, por consiguiente, hubo tanto violencia física (“mordiscos”) como ternura (“azucenas”).

En la última estrofa el sujeto lírico le ofrece una alternativa al tú: o escribirle para curar su mal de amores  (“llena de palabras mi locura”) o abandonarle para siempre, aunque eso suponga vivir sumido en la oscuridad (otra cara de la muerte), al no tener a la persona amada que, como un sol, ilumine sus días. La noche se califica de “serena” porque al quedar en soledad el sujeto ya no tendría el desasosiego ni la inquietud que el amor le produce.

En el plano formal el poema no presenta novedades con respecto a los otros sonetos de Lorca, sí en cambio si lo comparamos con los poemas de las otras etapas (la variedad de romances y versos de arte menor de la primera etapa, el versolibrismo de la segunda, etc.).
En el plano temático, tampoco encontramos novedad con relación a los otros poemas de esta etapa, también aquí vemos asociados el amor y la muerte, como en tantos de los poemas que llevamos comentados.

En cuanto al plano estético, hemos constatado que también aquí, como tantas veces ocurre en Lorca, los nombres de animales y flores se emplean como símbolos eróticos. Las influencias estéticas más notorias proceden del misticismo (ciertas imágenes como “viva muerte”, “vivo sin mí”, etc.), del simbolismo (imágenes como “el corazón interior”, la luna como metáfora de la muerte, etc.), del modernismo (ciertas referencias, al aire, a la piedra, al tigre, a la paloma) y del romanticismo (la visión apasionada, el amor entendido como una experiencia dolorosa, etc.).

 

6.   “El amor duerme en el pecho del poeta”.

Estamos ante otro de los once Sonetos del amor oscuro (libro de la tercera etapa de Lorca); aunque no se especifique aquí el sexo de la persona amada, por tratarse de un soneto del “amor oscuro” y por otros indicios que iremos comentando parece que el poema se refiere a un amor homosexual.

También éste es un soneto de factura clásica: catorce versos endecasílabos organizados en dos serventesios (ABBA ABBA) y dos tercetos (CDC DCD). Mientras que en los dos sonetos anteriormente comentados se mantenía de principio a fin el tono declarativo, aquí se rompe al final, en los dos últimos versos, con sendas exclamaciones.

El título del poema tiene un doble sentido, descriptivo y simbólico; alude a una situación de intimidad que puede entenderse físicamente (la persona amada reclina su cabeza sobre el pecho del protagonista para dormir) o en sentido figurado (la persona amada está profundamente interiorizada en el sujeto lírico y éste siente su imagen dentro de sí). A ese doble significado se refiere el segundo verso (“duermes en mí”, espiritual o mentalmente, y, a la vez,  “estás dormido”, en el sentido físico al que nos referimos en primer lugar). Tanto el pecho del sujeto como el sueño mismo son espacios acogedores, lugares seguros donde el tú puede refugiarse cuando se siente “perseguido/ por una voz de penetrante acero”. Mientras el tú duerme no oye la voz de la muerte (“el penetrante acero” significa cuchillo, se refiere al instrumento con que se ejecutan ciertas muertes violentas). ¿De quién es esa voz tan terrible?  De los que le acusan y lo persiguen, acaso por su homosexualidad. Es decir, el poeta está refiriéndose a unos amores prohibidos, perseguidos o mal vistos socialmente, de ahí que el tú necesite “ocultarse”, evadirse en el sueño. Descansar inocentemente.

En la segunda estrofa se continúa hablando de los efectos que producen las fuerzas hostiles, enemigas del amor: la “norma” (v. 5) socialmente vigente que atemoriza al tú, física y psicológicamente (en su cuerpo y en su alma: “carne y lucero”), hace sufrir igualmente al yo protagonista (esa norma...”traspasa ya mi pecho dolorido”). El yo sufre por solidaridad hacia la figura amada, al comprobar que los insultos y las palabras despectivas de la gente han ofendido al amado, visto ahora idealizadamente, como una criatura angelical (“las alas de tu espíritu”). El poeta se está refiriendo a la marginación social que sufren los que aman de forma diferente a como aman los que imponen la norma.

Los perseguidores de la persona amada parecen hostigarla como fieras. Ese “grupo de gente” (v. 9) está dispuesto a asaltar el jardín ( el locus amoenus, el lugar de la felicidad de los dos enamorados), está dispuesto a destrozar la felicidad ajena, a maltratar el cuerpo del personaje al que se nombra en segunda persona, aunque suponga la agonía del sujeto poético. Encaramados en los árboles como si éstos fueran caballos “de verdes crines” (v. 11), los que acechan a los enamorados para sorprenderlos en un acto íntimo representan a todos los enemigos del “amor oscuro”, del amor que tiene que vivirse en la sombra porque la sociedad no lo admite en plena luz del día (así se explicaría el sentido del adjetivo oscuro).

El poema termina con una petición y un vocativo tranquilizador (“vida mía”). El “pero” del v. 12 (oposición a lo anterior) viene a recordar que el amor tiene que importar más que el odio, que a pesar de todos los enemigos, “el amor tiene que seguir durmiendo en el pecho del poeta”. Tiene que seguir durmiendo porque todavía hay violencia, porque todavía siguen al acecho los enemigos del amor. La exclamación final (“¡Mira que nos acechan todavía!”) contiene una advertencia: todavía no ha llegado el tiempo de la normalidad para nosotros, parece decir el yo lírico. Todavía nuestros amores han de seguir siendo “oscuros”. Todavía hay peligro.

En el plano formal, lo más característico es, como en los dos poemas anteriores, la contención expresiva a que obliga el uso del soneto (pensemos por contraste que en Poeta en Nueva York el poeta podía extenderse más libremente, siguiendo el curso torrencial de su imaginación). Respecto al plano temático, encontramos aquí una variante de la asociación amor-muerte, aquí la inquietud está representada por los otros, por los enemigos del amor, no es una sensación que nazca del propio sentimiento amoroso. En cuanto al plano estético, encontramos ecos simbolistas (el sueño como refugio) y otros surrealistas (la animalización de “las turbias palabras” capaces de “morder”; “la sangre rota en los violines”, en la que asocian dos realidades muy distantes, etc.), pero, sobre todo, una concepción del amor como una experiencia que debe vivirse a pesar de la sociedad que nos hace pensar tanto en el romanticismo como en el surrealismo.

 

 

7.   “¡Ay voz secreta del amor oscuro!”

Otro de los Sonetos del amor oscuro (1935-1936), en este caso referido a las dificultades existenciales que supone escribir sobre el “amor oscuro.  Este soneto presenta  una factura clásica: catorce versos endecasílabos ordenados en dos serventesios (ABBA ABBA) y dos tercetos (CDC DCD). El ritmo propio del endecasílabo aparece reforzado por numerosas repeticiones: anáforas (vv. 1, 2, 3, 4, 5 y 7), paralelismos sintácticos (interjección + sustantivo + complementos nominales: vv. 1, 2, 3, 4, 5, 7...), bimembraciones (vv. 3, 4, 8, 13, 14...), reiteraciones léxicas (la palabra “voz”), etc. El tono está sazonado de exclamaciones (nueve en total), lo que confiere al poema una carga de gran emotividad, pues se trata, en general, de exclamaciones que expresan dolor, como corrobora el hecho de que varias de ellas vayan encabezadas por una interjección (“¡ay...!”).

El primer verso, que da título al poema, contiene un lamento. El poeta llama “secreta” a la voz del “amor oscuro” porque los versos que este tipo de amor inspira (ya hemos dicho antes qué tipo de amor se califica de oscuro, el que tiene que vivirse a escondidas por estar mal visto socialmente) han de permanecer ocultos a la lectura ajena. Y así fue en este caso, pues los Sonetos del amor oscuro no se publicaron hasta 1984 porque la familia del poeta no autorizaba su publicación. Que los poemas tengan que permanecer “secretos” le parece al poeta lamentable (por eso encabeza el verso con una interjección de sufrimiento), pero, además, resulta que escribir sobre una experiencia tan íntima como “el amor oscuro” le resulta angustioso, una experiencia demasiado devastadora e intensa. Así que no debe extrañar que al final del poema le pida a esa “voz” que se aleje, que no le atormente dictándole nuevos versos.

En los dos primeros cuartetos el contenido es mínimo. Después de calificarse de “secreta” la poesía que canta el “amor oscuro”, se sucede una serie de siete exclamaciones que son aposiciones al primer verso. Adviértase que en los ocho primeros versos no aparece ni un solo verbo; el estilo es puramente nominal, con lo que se comunica una sensación de estatismo; al fin y al cabo, el poeta sólo quiere describir lo que él siente al oír la  “voz”, no quiere contar ni recrear ninguna experiencia amorosa.

Cada exclamación añade, no obstante, un matiz, una connotación. La voz secreta se equipara con “un balido sin lanas” (por tanto como un gemido desprovisto de dueño, pues la palabras “lanas” es una metonimia de “cordero”, y “cordero”, una metáfora del poeta), con una “herida” (porque escribir con la conciencia de que no se puede publicar lo escrito duele, produce el mismo dolor que una herida), con una “aguja de hiel” (ambas palabras connotan sensaciones negativas; la primera, un daño agudo; la segunda, amargura), con una “camelia hundida” (la “voz secreta” es como una flor que no puede olerse porque está hundida en la tierra, sepultada), con una “corriente sin mar” (porque no puede fluir, no puede llegar hasta el público que, como el mar, es inmenso) y con una “ciudad sin muro”, que sería la negación de una ciudad. En definitiva, la poesía que canta al amor oscuro se caracteriza por su angustia y por su ser incompleto.

A partir del quinto verso se continúa con la serie de aposiciones. La “voz secreta del amor oscuro” se va equiparando sucesivamente a una “noche” (porque la noche es oscura), a una “montaña [...] de angustia” (porque es una poesía que acumula la angustia de no poder ser comunicada), a un “perro” (por ser una poesía que nace de amores maltratados o mal vistos por la sociedad), a una “voz perseguida” (por las convenciones, por los prejuicios), a un “silencio...” (porque es una poesía que no se publica, que permanece guardada, silenciosa) y a un “lirio maduro” (es decir, a una flor marchita). Todas estas imágenes añaden notas de angustia y desolación a la “voz secreta”.

En el primer terceto el yo poético, cambiando de tono, inicia una serie de peticiones dirigidas a la “voz secreta”: “huye”, “deja”, “apiádate”, “rompe”... Todas estas formas verbales aparecen en imperativo. El yo lírico trata de conmover a su interlocutor (función apelativa de la lengua). No quiere sentirse perseguido ni obsesionado por esa “voz”. Esa voz le sume en la “maleza” (v. 10), es decir, en la confusión, en la angustia, en una experiencia gozosa y dolorosa al mismo tiempo. ¿Y qué aduce el poeta en su defensa, qué alega en su favor?  Que él es “amor”, “naturaleza”. Es decir, él es, sobre todo, sentimiento, pasión. [Una vez más Lorca parece aceptar implícitamente que el ser humano, como decía Unamuno, es un “ser sintiente”.] Por tanto, el poeta no quiere sufrir escribiendo más sobre el “amor oscuro”; quiere vivir el amor oscuro sin tener que dejarse arrastrar por su “voz secreta”. Naturalmente, esto debe entenderse en su valor retórico: el poeta dice querer alejarse de la “voz secreta”, pero aún escribirá algunos sonetos más después de éste sobre el “amor oscuro”.

Este soneto nos recuerda (como los anteriores) que en 1935 Lorca está ya formalmente en una nueva etapa de su obra (el retorno al clasicismo después de haber pasado por la aventura del versolibrismo). En el plano temático presenta la novedad frente a los demás sonetos del amor oscuro de no estar dirigido a ningún interlocutor personal, sino a la “voz secreta” (la inspiración, la poesía), es decir, no es éste un poema sobre el amor oscuro, sino sobre la angustia de tener que escribir sobre una experiencia tan personal que se confunde con su propio ser (pues el yo se define por ser “amor”, “naturaleza”). Respecto al plano estético, ciertas imágenes y contraposiciones (“caliente voz de hielo”, “carne y cielo”...), el tono hiperbólico (“noche inmensa”, “montaña celestial”, “silencio sin confín”...) y el dolorido sentir que atraviesa el poema nos hace pensar en la poesía garcilasista (lo que cuadraría con el clasicismo formal), pero también en el romanticismo (por la visión atormentada que da de sí mismo el poeta). Otros recursos, en cambio, nos llevan a pensar en la estética surrealista de Poeta en Nueva York; por ejemplo, el recurso a las repeticiones, o el empleo de ciertas fórmulas nominales de carácter privativo (“...sin lanas”, “sin mar”, “sin muro”, “sin confín”, “sin fruto”...). Todo esto nos hace pensar que Lorca, a pesar de beber de muchas fuentes estéticas distintas, es siempre fiel a sí mismo, a su personalidad poética, apasionada y sufriente.

Notas sobre otros poemas de Lorca

 

1.   “Romance de la pena negra”.

Este romance suele considerarse el más representativo del Romancero gitano. En su conferencia-recital decía Lorca del personaje de este romance: “... Soledad Montoya, concreción de la Pena sin remedio, de la pena negra, de la cual no se puede salir más que abriendo con un cuchillo un ojal bien hondo en el costado siniestro. La pena de Soledad Montoya es la raíz del pueblo andaluz. No es angustia porque con pena se puede sonreír, ni es un dolor que ciega puesto que jamás produce llanto; es un ansia sin objeto, es un amor agudo a nada, con una seguridad de que la muerte (preocupación perenne de Andalucía) está respirando detrás de la puerta.” En definitiva, la pena es un sentir irracional que hunde sus raíces en lo más profundo del ser y no tiene como la angustia existencial una raíz intelectual o filosófica.

El poema está formado por 46 versos octosílabos,  con rima asonante en -óa en todos los versos pares mientras que los impares quedan sueltos, como es la norma habitual del romance. Frente a otros romances lorquianos que presentan alguna particularidad formal (rima en los impares, versos polimétricos, etc.), en este nos encontramos una regularidad completa.

El poema consta de tres partes claramente diferenciadas: a) una presentación descriptiva (v. 1-8),  b) una parte central dialogada entre el personaje Soledad y una voz de la que no se declara la identidad (vv. 9-38), y c) un epílogo lírico (vv.39-46). Se trata de una estructura perfectamente clásica. El diálogo tiene, como en los romances tradicionales, una función estética, dramatizadora, pues hace más carnales a los personajes. Y otra característica de los romances tradicionales —la irresolución, el final incierto— también puede entreverse aquí, pues se deja en suspenso si Soledad seguirá el consejo último de su interlocutor (“y deja tu corazón/ en paz, Soledad Montoya”).

El poema comienza con una imagen que parece inspirarse en unos versos del Poema de Mio Cid, la de los gallos madrugadores que hurgan la tierra con sus picos como si estuvieran tratando de forzar la salida del sol (“Apriessa cantan los gallos/ e quieren crebar la aurora...”). El momento del amanecer que en la tradición lírica provenzal solía estar asociado a la separación —caso de las albas— o al encuentro de los enamorados —caso de las alboradas—, se asocia aquí, como en otros poemas de Lorca (por ejemplo, en “Alba”, del Libro de poemas, o en “Sorpresa”, del Poema del cante jondo), a un dramático sentimiento de soledad. Soledad Montoya,  mujer que hace honor a su nombre, aparece descrita como gitana, por eso se le atribuye un color metálico característico (la  palabra “cobre” recuerda, de paso, el hecho de que los gitanos tradicionalmente trabajan ciertos metales) y un olor  lúbrico y misterioso (v. 6). Al identificarse la forma de sus senos con “yunques ahumados”, de nuevo se alude a la fragua, al lugar donde los gitanos moldean ciertos metales (“yunque” sugiere, además, dureza; “ahumados”, color oscuro). Por hipálage se dice de los pechos que “gimen canciones redondas” (las canciones que salen de los labios de Soledad parecen gemidos, lamentos, pues ella es la encarnación de la pena).

En la segunda parte del poema (vv. 9-38) se desarrolla, como hemos dicho, el diálogo entre una voz anónima (acaso la del poeta) y la de Soledad Montoya, que contesta desdeñosamente a las preguntas que la voz le plantea. En el diálogo se pone de manifiesto que Soledad no parece necesitar a nadie, que es una mujer que busca su identidad (“mi persona”). En sus palabras se intuye algo de la contraposición entre las dos Andalucías, la Andalucía del mar —luminosa y alegre—,  y la de tierra adentro —misteriosa y trágica.  Ella se define como mujer de tierra adentro (“que la pena negra, brota/ en las tierras de aceituna”). Pensar en lo que no puede tener le hace daño (“No me recuerdes el mar...”). La voz advierte la amargura que se desprende de Soledad; sus lágrimas son ácidas, desesperadas. Son las lágrimas de quien no puede encontrar consuelo a su pena. Ella misma confiesa comportarse de un modo irracional, se identifica mediante un símil con una loca. Con alguien que desvaría. Es decir, la pena es un sentimiento indomable que no puede ser canalizado racionalmente; es una fuerza que al desbordarse lleva a la enajenación. El extraño comportamiento de Soledad que arrastra sus “dos trenzas por el suelo” se debe a saber que su pena no tiene consuelo. La Voz anónima, no obstante, aconseja a Soledad un remedio para aliviar su mal: bañarse de madrugada en el río (“con agua de las alondras”, pues las alondras son pájaros madrugadores).

En la última parte del poema —que no tiene carácter narrativo ni dramático sino lírico— ya no se menciona a ninguno de los dos personajes del diálogo. El río sigue su curso, convertido en un espejo que refleja los árboles de su entorno. Amanece. Aunque se podría pensar que la pena —de Soledad, de los gitanos, de Andalucía— está asociada a la oscuridad y a la noche y que desaparecerá con la luz amarillenta del amanecer (“flores de calabaza”), los últimos versos nos confirman que no ha sido así. La pena sigue sobreviviendo con la llegada del día, pues es un sentimiento que, como el río, fluye limpiamente desde un origen remoto, aunque no siempre se deje ver (“cauce oculto”). La comparación de la pena con el río no está explícita, pero sí viene sugerida por varias palabras (“limpia”, “sola”, “cauce”...). Lorca deja claro que las aguas del río son visibles y que las de la pena (las lágrimas) son invisibles. Quien siente la pena, llora hacia adentro. Por eso, a menudo, muchos desconocen el alma andaluza, porque sólo ven su imagen externa (la alegría, cierto folclore), no saben reconocer lo que para Lorca es sustancial: la pena.

Mientras que en algunos poemas de los primeros libros de la primera época (especialmente de Canciones y de Poemas del cante jondo) Lorca hablaba de la pena andaluza utilizando recursos formales asociados a las canciones tradicionales (versos cortos, estribillo, etc.), en este poema, como en otros del Romancero gitano (el último libro de la primera época), la composición utilizada es el romance, que Lorca pretendió renovar (de ahí que escribiera todo un libro dedicado a esa composición).

En varios de los poemas comentados en clase del Poema del cante jondo hemos visto esta pena existencial como uno de los principales temas lorquianos. Lógicamente, mientras Lorca habló de Andalucía en sus libros este tema siempre salía a relucir. Él se sentía andaluz y pretendía definir el alma andaluza. Ahora bien, en la segunda época, al referirse a Nueva York, esta temática no aparecerá de forma directa, pero sí se percibe en numerosos poemas de Poeta en Nueva York una corriente de honda tristeza que parece tener su origen no sólo en las imágenes desconcertantes de la gran ciudad sino también en su sentir andaluz.

En cuanto a la estética que sirve de referencia a este poema, junto a cierta visión mítica de los gitanos que enlaza con el afán lorquiano de identificarse con ellos como con cualquier grupo marginado, encontramos una imagen idílica de la naturaleza (sobre todo en los últimos versos: el agua que fluye limpiamente, el sol que parece coronado de flores, etc.) y una visión trágica del mundo (la pena es como fatum, un designio inexorable) que nos lleva a pensar en la antigua Grecia y en un ideal estético dionisiaco y, por consiguiente, también romántico (los sentimientos están considerados como una fuerza incontrolable; la imagen de Soledad es la de una “loca”, es decir, una “bacante”, y las “bacantes” oficiaban en honor de Dionisos, etc.).

 

2.   “La aurora”.

El sentimiento trágico que hemos visto en el poema anterior, tiene sus equivalentes (sin la connotación andaluza) en ciertos poemas de Poeta en Nueva York como, por ejemplo, en “Asesinado por el cielo”, ya comentado, o en este otro, “La aurora”. Lorca resume en dos palabras la impresión que le produce Nueva York (recordemos que pasa allí el curso 1929-1930): “Geometría y angustia”. Lorca sigue hablando de frustración y de dolor, pero ahora sus sentimientos están conectados a lo que ve: él siente la necesidad de denunciar “la esclavitud del hombre y máquina juntos”; siente la necesidad de levantar acta de lo que ve y de hablar por los que no hablan, por los que no protestan, por los que no expresan en forma de grito o de rebeldía su frustración. Por eso dirá Lorca que con este libro “un acento social se incorpora” a su obra. Su mundo se ha ensanchado: ha pasado del “yo al nosotros”.

El poeta nos presenta una visión apocalíptica del amanecer. Mientras que en otros poetas la aurora es imagen de la belleza (pues el sol, al iluminarlas, va descubriendo las formas de las cosas) y el amanecer se asocia a la idea de esperanza (nace un nuevo día, por tanto, la posibilidad de gozar de su luz y de sus dones), o en otros a determinadas experiencias amorosas (ya hemos hablado de las “albas” y de las “alboradas”), aquí se asocia a una serie de imágenes horrorosas y desesperanzadoras: “las columnas son de cieno”, los animales viven en un medio hostil, las flores crecen con dificultad, los niños mendigos parecen abandonados a su suerte, el ruido de las máquinas todo lo ensordece, etc. Pero lo peor es que en ese medio los hombres hayan renunciado al amor, a la felicidad, a la esperanza y a la fantasía. Lo peor, en definitiva, es que los seres humanos hayan dejado de serlo.

El poema está formado por veinte versos ordenados en cinco grupos de cuatro versos cada uno. Los ocho primeros versos tienen una métrica irregular (sus medidas oscilan entre 8 y 11 sílabas); los doce versos siguientes son regulares, todos tienen 14 sílabas (alejandrinos). Es decir, el poema pasa de un ritmo más ligero a un ritmo más solemne y dramático. El uso del alejandrino en este contexto sería un mecanismo muy sutil del autor para sugerir que en medio del caos y de la fealdad el poeta tiene que conservar la calma y ser capaz de mantener un orden, una norma. Los versos carecen de rima, pero no de ritmo; su ritmo es el propio del versolibrismo, se basa especialmente en las repeticiones de palabras (los vv. 1, 4 y 9 son anafóricos: “La aurora...”) y de estructuras sintácticas (los vv. 1 y 5 presentan un paralelismo absoluto; los vv. 10 y 15 presentan paralelismo parcial), en las bimembraciones (“a los juegos sin arte,// a sudores sin fruto”), en los casos de políptoton (“no hay”, “no habrá”, “hay gentes”), etc.

En el primer grupo de versos encontramos una yuxtaposición de imágenes y de conceptos que produce una impresión negativa, fuertemente desagradable (“las columnas de cieno”, “el huracán”, “las negras palomas”, el chapoteo, “las aguas podridas”). La aurora de Nueva York, según esta primera aproximación, carece de cualquier atractivo. El esteticismo asociado a la aurora en otros contextos se ha convertido aquí en feísmo, en un imagen degradada y esperpéntica de la naturaleza: la palabra “cieno” lleva a pensar en putrefacción, en vida en descomposición; la palabra “huracán” se asocia a violencia, a una forma natural destructora; “las palomas”, al ser “negras” sugieren suciedad, impureza y muerte (si fueran blancas connotarían pureza, paz, belleza...); “chapotear” comporta un tipo de inmersión  ruidoso y grotesco, sobre todo realizado sobre “aguas podridas” (el adjetivo se relaciona con el “cieno” del segundo verso).

En los versos siguientes se siguen añadiendo connotaciones angustiosas. La personificación de la aurora nos la presenta “gimiendo” y “buscando”, por tanto, sufriendo, lamentándose. ¿De qué se lamenta la aurora? Del dolor que produce buscar ansiosamente entre los rascacielos (“las aristas”) trozos de naturaleza (“nardos”, símbolos de sensualidad y belleza en tantos otros poemas). Pero la única naturaleza posible en ese medio es una naturaleza domesticada, reducida a unos pequeños espacios geométricos que producen emociones negativas (“nardos de angustia”: lo que en otro contexto sería bello y placentero, aquí se convierte en algo mezquino y desagradable). Es decir, la aurora busca en Nueva York algo que no puede encontrar. Esta imposibilidad de encontrar lo que se busca (una constante temática tanto en el teatro como en la poesía de Lorca) origina un sentimiento de frustración.

En los versos siguientes aparecen numerosas referencias a la gente de Nueva York. Por de pronto, en el v. 9, se alude a la escasa disposición de esa gente a disfrutar de la aurora; nadie parece estar dispuesto a celebrar la llegada del nuevo día. Mientras que en otras culturas la llegada de un nuevo día se vive como un acto ritual de agradecimiento a la divinidad, en Nueva York nadie sale a saludar el sol. La razón de esta apatía, de esta indiferencia, la ofrece el verso 10: “porque allí no hay mañana ni esperanza posible”. Si la aurora representa tradicionalmente la esperanza, como los neoyorquinos viven de espaldas a ella, no se sienten motivados ante el amanecer. Esta actitud es enormemente significativa si consideramos que para Lorca el ser humano se define por su capacidad para fantasear, para soñar con el mañana. Así que en esta primera aproximación a los neoyorquinos se nos estaría diciendo que se trata de gente amputada, incompleta, pues ha perdido la posibilidad de imaginar el futuro. En los versos siguientes se yuxtaponen varias connotaciones negativas: “las monedas” (símbolo de la riqueza capitalista y, por tanto, de la usura) quedan animalizadas al ser asimiladas a “enjambres furiosos” (imagen que sugiere una multitud de avispas atacando a su víctima); el poder avasallador del dinero se define por dos predicados que suponen violencia, “taladran y devoran” (esta pareja de términos lleva a pensar en máquinas destructoras y en animales feroces), y “los niños” —encarnación de la ternura humana—, al  ser presentados como “abandonados”, ofrecen una imagen de desvalimiento y desgracia.

En la cuarta serie se continúa caracterizando a los neoyorquinos. Se describe a los primeros transeúntes como gente que parece evidenciar físicamente su desesperanza: la amargura parece dibujada en sus rostros. Esa gente “comprende con sus huesos” (es decir, hondamente, con los más profundo de sí mismos) “que no habrá paraíso” (“paraíso” es aquí sinónimo de felicidad y de un mundo mejor), ni tampoco “amores deshojados” (referencia a la margarita que se deshoja en el juego amoroso de “Me quiere, no me quiere...”). En definitiva, esa gente ha perdido la ilusión de vivir y de amar. Lo único que tienen con seguridad es un mundo rutinario de trabajo (de “cieno”, por tanto, podrido, injusto), un mundo de “números” (alusión metonímica a la contabilidad, a los negocios empresariales) y “leyes” (las normas que rigen y protegen el capital). Todos los trabajos a los que se entrega esa gente son “juegos sin arte” (sin creatividad, sin el enriquecimiento espiritual que supone el arte) y “sudores sin fruto” (no se saca provecho humano de ese trabajo; sólo cansancio, sudor, pero no realización personal; se traba de trabajos embrutecedores que no sirven para mejorar la condición humana).

En los últimos versos se presenta la imagen más terrible: la aurora (la naturaleza) ha sido vencida por la técnica (“la luz es sepultada por cadenas y ruidos” ). La actividad industrial es tan febril, tan maquinal y ruidosa que no deja resquicio para la contemplación de la luz del amanecer. Las palabras están muy certeramente escogidas: si la “luz” tradicionalmente se identifica con la razón y con el verdadero progreso, aquí está “sepultada”, anulada, por las “cadenas” (símbolo de la esclavitud) y por los “ruidos” (alusión a las máquinas y a la falta de tranquilidad). Esa “victoria” de la técnica se atribuye a la “ciencia sin raíces”, a la ciencia que no está arraigada en los hombres por no tener en cuenta sus intereses, a una ciencia espúrea, falsa. Como remate de lo que ese mundo está acarreando, otra angustiosa imagen cargada de violencia: “...las gentes que vacilan insomnes” (sin sueño, sin descanso) como si hubieran salido “de un naufragio de sangre”. El andar “vacilante” de los neoyorquinos (un andar inseguro porque no saben dónde va su mundo, su ciudad) se asimila mediante un símil a la forma alucinada de caminar de gentes “recién salidas de un naufragio de sangre”. Esta última imagen implica que la ciudad de Nueva York es como un buque que naufraga; sus ciudadanos serían supervivientes horrorizados.

En conjunto el poema constata la penosa impresión que Lorca extrajo de Nueva

York. A lo largo del poema aparecen referencias temáticas a numerosas obsesiones de Lorca (el deseo de vivir en armonía con la naturaleza imposibilitado por la vida moderna, la nostalgia del paraíso, la conciencia de la frustración, etc.), pero también una mirada atenta al sufrimiento ajeno, al sufrimiento de esas vidas apagadas y grises. Aparece en el poema una dimensión social que antes (en la primera época) no era tan explícita. Lorca denuncia la deshumanización a la que conduce una técnica alejada de la naturaleza (la aurora es la encarnación del mundo natural) y de los intereses profundos del ser humano.

Como todos los poemas del libro en que se encuadra, formalmente éste presenta numerosas variantes con respecto a la primera y a la tercera época del autor. Aquí el verso está desprovisto de rima, domina la polimetría, no se recurre a estrofas determinadas, se recurre a un ritmo basado en las repeticiones, etc.

En cuanto a la estética, como en “Asesinado por el cielo”, que ya comentamos, domina aquí la estética apocalíptica, feísta, propia del particular surrealismo lorquiano. El autor maneja imágenes extrañas (“columnas de cieno”, “las monedas en enjambres furiosos”, etc.) que parecen salidas de una pesadilla, pero nunca las utiliza arbitrariamente. Todas las imágenes están al servicio de una idea: la de denunciar ciertos aspectos de la vida urbana. Así que esto confirma que el surrealismo le proporcionó a Lorca una técnica auxiliar (la de yuxtaponer imágenes sin aparente conexión), lo que no significa que Lorca se entregara al surrealismo. Asimismo podría hablarse de “expresionismo”, pues el autor parece liberar a través de ciertas alusiones sus miedos y angustias más profundos. El voluntario “feísmo” al que hemos venido haciendo referencia —como en el caso del esperpento valleinclanesco— podría atribuirse a una visión expresionista del mundo.

 

3.   “Muerte”.

También este poema pertenece a Poeta en Nueva York. (No vamos a repetir ahora ciertos datos comunes a uno y otro poema que hemos señalado en el comentario anterior.) El poema tiene un título significativo (pues pone de relieve una de las constantes temáticas del autor), y más si pensamos en que Lorca, por sugerencia de Neruda, había pensado en titular el conjunto de Poeta en Nueva York como Poemas de los muertos o Libro de los muertos.

El poema está formado por 21 versos de medida desigual (frente a versos cortos de tres y cuatro sílabas encontramos otros largos de doce o catorce sílabas). Se trata de versos libres que no forman ningún tipo de estrofa regular. Aquí y allá aparecen algunas asonancias (por ejemplo, en -éo entre el primer y el segundo verso, o en -áo entre el 5º y el 6º), pero son rimas ocasionales distribuidas sin ninguna regularidad. El ritmo se logra a base de repeticiones de palabras (la palabra “esfuerzo” aparece seis veces), de estructuras sintácticas (los vv. 2, 3, 4 y 5 tienen estructura paralelística: Det. + N + Complementos), anáforas (los vv. 6, 9, 12, 14 y 17 empiezan con la conjunción “y”; los vv. 1, 2, 3, 4, 5, 7, 8, 10, 13, 15, 18 y 20 empiezan con el exclamativo “qué”), etc. Otro recurso es el de la concatenación o cadena (en algunos versos se repite una palabra del verso inmediatamente anterior): la palabra “perro” del primer verso se repite en el segundo, la palabra “golondrina” del 2º se repite en el 3º,  la palabra “abeja” del 4º se repite en el 5º, etc.  Además, todo el poema se estructura en torno al contraste entre el “esfuerzo” que suponen varios deseos imposibles y el “sin esfuerzo” que producen otras formas de estar. Esto permite dividir al poema en dos partes: una primera que abarcaría desde el v. 1 al 18 (relación de los fenómenos que implican “esfuerzo”) y una segunda, más breve, encabezada por la conjunción adversativa (lo que supone un contraste con todo lo anterior), que iría desde el v. 19 al 21 (modos de estar en el mundo “sin esfuerzo”).

Todas las imágenes de la primera parte revelan un ansia de cambio, de metamorfosis, por tanto, un deseo de morir —de perder la identidad recibida— y de convertirse en algo diferente. Así, “el caballo” quisiera ser “perro”, “el perro” quisiera ser “golondrina”, etc. ¿Por qué, por ejemplo, quisiera el caballo ser perro? Porque, según Lorca, ningún ser animado está contento en su ser, todos aspiran a tener lo que tienen. El deseo de ser otro estaría escrito en la naturaleza de todo ser viviente, pero como esto no es realizable, el deseo (que Lorca identifica aquí con “el esfuerzo”) se convierte en el sentimiento que precede a la frustración, a la conciencia del fracaso del deseo. El último elemento de la serie de elementos que “se esfuerzan” por ser algo diferente (que desean ser distintos) es el propio sujeto lírico: “Y yo, por los aleros,/ ¡qué serafín de llamas busco y soy!” (vv. 17 y 18). El sujeto dice de sí mismo que “busca” ser –y que es, al mismo tiempo, paradójicamente— “un serafín de llamas”, un ángel de fuego. El sujeto quisiera ser un espíritu puro, ligero y volátil. Al decir que busca admite su condición de ser deseante (se desea lo que no se tiene, se busca ser lo que no se es); al decir que es, está subrayando su condición de poeta, parecida en cierto sentido (metafórico) a la del ángel y a la del  pájaro que puede subir “por los  aleros” (esta palabra, en este contexto, lleva a pensar en los gorriones, que se pasean sin peligro por los aleros de los tejados). En cualquier caso, el sujeto lírico se siente una criatura contradictoria: desea ser otro y quisiera seguir siendo el que es.

En los tres últimos versos se menciona al “arco de yeso”, símbolo de lo inanimado, de lo muerto, de lo que ya no puede desear. El modo de estar en el mundo también parece contradictorio: es “grande” (porque ocupa un espacio) y “diminuto” (porque carece de deseo,  porque no ocupa un lugar entre los seres animados), es “visible” (porque es una cosa) e “invisible” (porque en realidad no “es”, sino que “está”; solamente los que desean “son”; lo que no desea, “está”). En cualquier es un modo de estar que no produce dolor; el “arco de yeso” no se esfuerza por ser algo diferente. Está condenado a permanecer en su forma hasta que el tiempo lo destruya.

Ahora podemos entender la idea subyacente del poema: el sujeto lírico parece expresar su envidia de las cosas que son sin esfuerzo; parece anhelar secretamente la muerte para dejar de ser en el mundo, pues ha descubierto que “ser” es “desear” y “desear” es “esforzarse”, sufrir.

En el plano formal éste es un poema plenamente representativo de la aventura que supone Poeta en Nueva York (el versolibrismo, tan distinto de las formas poéticas empleadas por Lorca en su primera y en su tercera época).

En el plano temático no hay novedad: el anhelo contradictorio y doloroso de la muerte (o su presentimiento) está presente en toda la obra de Lorca. Llama la atención, en cambio, que pese a ser éste un poema del ciclo de Nueva York no se hable aquí directamente de la ciudad, aunque bien pudiera suponerse que el estado de ánimo que dicta estos versos tiene mucho que ver con la angustia neoyorquina de Lorca.

Respecto al plano estético, tendríamos que hablar de surrealismo y expresionismo por las mismas razones que en el poema anterior. Surrealismo, por la técnica de la yuxtaposición de imágenes aparentemente inconexas o absurdas; expresionismo, por la necesidad de liberarse de un sentimiento de sofoco y de angustia a través de la palabra.

 

4.   “Pequeño vals vienés”.

Este poema y el titulado “Vals en las ramas” forman una pequeña sección dentro de  Poeta en Nueva York titulada “Huida de Nueva York: Dos valses hacia la civilización”. Se trata, sin duda, de una sección llena de júbilo, estratégicamente colocada casi al final del libro, para sugerir el ansia con que el poeta deseaba alejarse de Nueva York y volver a la vieja Europa (el “vals” vendría a ser  en este contexto como un símbolo de la civilización europea). El hecho de que el poema aluda a un “vals” nos lleva a pensar en Lorca como compositor y como concertista, pero también en las Suites y, en general, en todas aquellas piezas poéticas modernistas que —por influencia del simbolismo— trataban de destacar el elemento musical del verso con títulos evocadores (“Sonatas”, “Sonatinas”, “Arias”, etc.). Esta connotación modernista (en el conjunto de la obra lorquiana se evidencian numerosas influencias modernistas) de la palabra “vals” se refuerza por el adjetivo “vienés”, pues Viena es una de las capitales del modernismo.

El poema está formado por 44 versos de métrica irregular (aunque la mayoría sean endecasílabos, no faltan versos de 5 y 6 sílabas junto a otros de 7, 9 y 10). El poema está formado por cinco series de versos de número variable (la primera tiene 6, la segunda 9, la tercera 6, la cuarta 6 y la quinta 9); entre cada dos series aparece un estribillo formado por dos versos (en total el estribillo aparece cuatro veces). De los dos versos del estribillo, el primero es un largo gemido formado por una interjección repetida cuatro veces (“¡Ay, ay, ay, ay!”)  y el segundo contiene una ofrenda referida a un “tú”, el ofrecimiento del vals que el yo lírico ha compuesto. La “ofrenda” va variando parcialmente en cada ocasión: “Toma este vals... con la boca cerrada/...de quebrada cintura/...que se muere en mis brazos/...del ‘Te quiero siempre’”. Gracias a esta última variante sabemos en qué vals está pensando el autor. Aparte del primer verso del estribillo, todos los versos presentan algún tipo de asonancia (por orden de aparición, las asonancias empleadas son las siguientes: en -aa, en -éo, en -ío, en -úa, en -éo, en -áo, en -ío, en -ía, en -ee, en -ío, en -éa y en -áa). Todos los versos presentan asonancia menos uno, el verso segundo. Esta excepción  acaso tenga un sentido: la palabra muerte quedaría así aislada, separada, como si el poeta tratara de conjurarla en este verso para impedir que impregne el resto del poema, que debe tener un ritmo alegre, juguetón, evocativo del vals. (La palabra muerte aparece luego en otras dos ocasiones, pero con un sentido diferente, menos literal, más elusivo.) Numerosas repeticiones  contribuyen a reforzar el ritmo. Destaquemos, por ejemplo,  la repetición de la fórmula “te quiero” (seis veces) o la de la estructura formada por verbo haber (“hay”) + CD + Complementos, que aparece un total de cinco veces, etc. Todo esto significa que aquí se amalgaman algunos recursos propios del verso tradicional (la rima), con otros propios de la canción (el estribillo) y con los que son propios del versolibrismo (la irregularidad métrica, las repeticiones,  etc.).

Todo el poema está formado por una serie de escenas ambientadas en Viena: “las diez muchachas” (símbolo de juventud, de alegría), el “hombro” en el que “solloza la muerte” (personificación que humaniza a la muerte, pues la presenta llorando como un ser humano), “un bosque de palomas disecadas” (imagen en la que confluyen dos referencias: los bosques que rodean Viena y  las esculturas, a veces en forma de animales, que pueblan la ciudad y sus alrededores), los museos, los elegantes salones de los palacios en los que se bailaba el vals, etc.
En el poema, pese a la sucesión de imágenes inconexas, predominan los sentimientos positivos, la conversión de la tristeza en cuadros de delicada belleza (“frescas guirnaldas de llanto”), el recuerdo dorado de la infancia (“en el desván donde juegan los niños”), la afirmación de la vida  y del amor (“Te quiero, te quiero, te quiero...”), los deseos eróticos muy explícitos que anticipan los Sonetos del amor oscuro (“Dejaré mi boca entre tus piernas”) y, sobre todo, una promesa de esperanza y de felicidad simbolizada en el vals (“En Viena bailaré contigo...”). Esta sensación de esperanza se refuerza con el hecho de que todos los verbos están en presente o en futuro; no hay mención al pasado inmediato, a Nueva York. La realidad de Viena aunque imaginada desde lejos (el poema está escrito en Nueva York, no lo olvidemos) está vista como una realidad viva, latente, misteriosa, risueña (“...cuatro espejos/ donde juegan tu boca y los ecos”, alusión a la risa de quien se mueve acompasadamente a ritmo de vals), una realidad atractiva con la cual fantasea el poeta antes de embarcarse hacia Europa.
Formalmente
el poema presenta una curiosa mezcla entre elementos propios de la poesía de la primera época (el estribillo y la rima asonante de las canciones) y otros de la segunda (el verso irregular, las repeticiones sintácticas y léxicas, etc.). Esto lo diferencia de otros poemas de Poeta en Nueva York. Esta mezcolanza podría justificarse como un mecanismo de reproducción del ritmo del vals y como una manifestación de que el poeta está a punto de abandonar Nueva York y los ritmos que la ciudad le ha sugerido.

 

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