Casos y cosas

per Francisco Gallardo darrera modificació 2020-03-25T14:36:52+01:00
Recopilación de redacciones escritas por los alumnos de 1º de ESO (grupo B), del curso 2001-2002, publicadas en la sección 5 del Cacharrario II (col·lecció Els Llibres del Puig, núm. 4).

Casos y cosas

 

I

 

Estaba yo sentada en la mesa del comedor haciendo los deberes y, de repente, veo que el ambientador del comedor salta del mueble y se viene hacia mí. Empieza a dar vueltas alrededor de mí y yo, muy sorprendida, no sé qué hacer. Se pone el ambientador en mi nariz; trato de quitármelo porque me está ahogando; no puedo porque se agarra con fuerza. De repente, se para en la mesa. Sigo haciendo los deberes igual de tranquila que al principio.

            Se abre la vitrina y empiezan a salir los vasos de uno en uno hacia la cocina. Sale la botella de whisky y todos los vasos corren a echarse un trago...

Cristina Godoy Garay

 

II

 

En una época en que pasaban mucha hambre las personas pobres mientras los ricos lo pasaban muy bien, Dios mandó por medio de un señor que creía mucho en Él un mandato: que todos deberíamos ser humildes. Pero ninguno de los ricos quiso hacer caso.

Un día, mis padres murieron en un accidente y me dieron en adopción a mis abuelos. Eran tan remalos como mis padres. Eran ricos y me tocó dejar de ir a la iglesia.

Un día entré en la cocina y tenían todos los aparatos para preparar y facilitar los quehaceres de la cocina. Sonó un trueno (como el chillido de un grillo). Me asusté mucho; en aquel momento tenía yo en la mano el túrmix, que metió un brinco y me golpeó en la cabeza con el cable... Corrí al váter y el cepillo eléctrico me frotaba los ojos. Me salía sangre de todos lados.

Salí corriendo al patio y la escoba y el recogedor me daban con el palo. Sangre y más sangre.

Cuando iba a salir a la calle, todos los electrodomésticos estaban matando a mi mejor amigo Jeisson. Al ver esto, pensé que era el final del mundo.

Entré en la casa y me encerré en la cocina, pero, qué tonta, en la cocina estaba el abrelatas eléctrico. Con ayuda del sillón amueblado de inválido, me sentó. Yo me creía morir cada vez que se acercaba el abrelatas a mi cabeza. De pronto sentí que mi espíritu se desprendía de mi cuerpo y que mi cerebro había quedado enganchado al abrelatas... Pero mi madre me levantó y me dijo que todo había sido un sueño. La miré fijamente a la cara y ella era una estufa eléctrica y yo el propio abrelatas.

Luz Ángela Tello Luna

 

 

III

 

Un día como cualquiera, las cosas de casa empezaron a moverse y a hablar. Las sillas, las mesas, todos los muebles de casa... La silla era muy graciosa. Siempre que te ibas a sentar, se apartaba y tú te caías; la mesa, cuando ibas a prepararla para comer, también se apartaba. La lavadora no funcionaba; la batidora no batía; los colores no pintaban...

Laia Rosa Perales

 

IV

 

Había una vez una persona que era pacífica y muy trabajadora. Se llamaba Álvaro y tenía mucho dinero, tanto dinero que se podía comprar cinco mansiones. Este hombre era el dueño de una empresa muy importante. Esa empresa se dedicaba a fabricar perfumes muy caros. Él sólo estaba obsesionado con el dinero, tanto que, cada día, cambiaba de carácter. Pero daba miedo porque se había obsesionado con el dinero. Este hombre siempre quería lo mejor: electrodomésticos, muebles, casa... Y un día cualquiera en que iba borracho, cuando llegó a su casa, se encontró con sus cosas dispuestas a atacarle. Se sorprendió y dijo: “¿Quién ha sido el que ha puesto todo así?” Y las cosas le hablaban, pero a él no le dio tiempo a reaccionar y los electrodomésticos lo atacaron y le lanzaron de todo. Dijo: “No me hacéis daño.” Uno de ellos le lanzó un cuchillo al corazón y murió. Y todas las cosas se pararon.

Víctor Manuel Aguilar

 

 

V

 

Estaba yo en mi casa un día como otro cualquiera. Era viernes. Yo me había quedado solo en casa porque mis padres se habían ido todo un día más o menos como de luna de miel. Así que se fueron y yo me quedé viendo la tele. De repente, veo que se mueve algo por el suelo. ¡Bah!, no le di importancia. Pero salió como una serpiente. Era la aspiradora. Yo, asustado, en la punta del sillón, decía: “¿Qué haces?” No, no puede ser cierto. Pero sí lo era: la aspiradora se movía sola y tenía una fuerza sobrehumana.

            Me cogió por la pierna y me amenazó diciendo: “Tienes que dejarme encendida, ¿sabes?” “Vale”, dijo un poco o muy asustado.

            La encendí pero no pude ni escuchar la tele ni jugar con la consola ni hacer los deberes. Y quise eliminarla, así que preparé una estrategia. Lo intenté, pero la aspiradora fue más lista que yo, me espiaba y supo la jugada. Cogió un cuchillo y me fue a matar directamente, pero lo esquivé y me fui corriendo. Cogí la escoba y empecé a luchar ¡chas.. chis...! Te voy a machacar... ¡Pa..pi! ¡Aahh!

            Y así es como murió el aspirador. Vinieron mis padres, me echaron una bronca y tuve que comprar otro aspirador.

            ¡Fue una experiencia que volvería a vivir!

Javier García Carro

 

 

VI

 

Aquella mañana de invierno me levanté para ir al cole cuando, de repente, escuché algo que se caía. Fui a la cocina a mirar qué se había caído. Efectivamente, se había caído la fregona. Supuse que se había caído por el viento y en seguida me fui.

            Ese día me tocaba clase por la tarde. Tenía yo algo dentro de mí que me decía que en casa estaba pasando algo, pero hasta la una no volví. Al llegar, me encontré todo por el suelo, todo mojado, a mi hermano tendido en el suelo... Puse una cara que si me llegan a grabar y envío el vídeo a “Vídeos de primera”, seguro que gano.

Le dije chillando a mi hermano:

—Levanta del suelo. ¿No ves lo que has hecho?

Él, con voz de pena, dijo:

—Yo no he sido; ha sido la fregona.

Nada más decir eso, la fregona se puso detrás de mí y, después de haberme mojado, me golpeó y me tiró al suelo.

Yo me levanté furiosa y le di contra la pared, pero ella era más fuerte que yo y me echó de mi propia casa.

Ideé un plan que dio resultado, y conseguí recuperar el poder de la casa. Cuando vencí, le dije a mi hermano:

—Venga, recoge, ayuda, que como venga mamá y vea esto así, ¡nos pega una!

Por suerte, cuando llegó mi madre, ya estaba todo recogido.

Paula Sanz Jiménez

 

VII

 

Una tarde, en casa, pasó algo muy extraño: mis dos bolis se convirtieron en las patas de un muñeco; mi goma redonda en su cabeza; el típex en su cuerpo. Fantástico. Era un muñeco, andaba y todo. Era como un pequeño robot para mí. Lo iluminé y se hizo grande, de un metro justo. Era como mi hermano pequeño.

            Al día siguiente, el muñeco se convirtió en un ser humano...

Óscar Molina Salvador

 

 

VIII

 

Era mi tostadora preferida y le puse un nombre. La llamé Laura.

            Un día de invierno fui a tostar una rebanada de pan, pero Laura no estaba, había desaparecido. La busqué por todas partes, pero seguía sin aparecer. Al día siguiente no había esperanza. Me puse muy triste y mi madre me quería comprar otra. De repente, fui a mi habitación y Laura estaba allí. Y hablaba. Me puse muy contenta pero algo le pasaba. Se acercó lentamente y el cable de la tostadora se me puso alrededor del cuello. Me asusté mucho. Salí corriendo a la cocina. Cogí un cuchillo y corté el cable. Laura se rompió. Al día siguiente era mi cumpleaños. Abrí el paquete de mi regalo y... ¡era Laura! La habían reparado... Y grité: “¡Ah, mis padres se han convertido en tostadoras!”...

(Continuará)

Saray Orozco Martínez

 

 

IX

 

Os voy a contar algo que me pasó con un aparato que utilizamos mucho, la escoba. Todo empezó un día en que yo estaba muy cansada, y me puse a barrer. Cuando acabé, me senté en el sofá y encendí la tele. La escoba estaba al lado del sofá y empezó a moverse; primero, muy suavemente; luego ya no paraba. Me refugié detrás del sofá, pero la escoba parecía estar contra mí. Iba detrás de mí dándome palos sin parar. Yo corría y corría, pero la escoba no paraba. Recorrí toda la casa, me subí a una litera, a un mueble, y como no paraba, salí de casa y la encerré. Al cabo de veinticinco minutos, entré y vi la escoba tirada en el suelo. Me aproximé hacia ella y le di una patada, parecía que ya no se movía. La cogí y la tiré. Y ya no quise saber más de ella, no fuera que se moviera otra vez.

Ana Mª Jiménez Garrober

 

 

X

 

Un martes en que fui a comer a casa, ni pude ni entrar ni comer. Entonces vi a una hada a mi lado.

            —¡Hola!

            —Hola, ¿quién es usted?

            —Soy tu hada madrina.

            —¿Mi hada madrina?

            —¡Sí! ¿Qué quieres tú?

            —Entrar.

            —Pero a las dos cincuenta estarás fuera, ¿de acuerdo?

            —Sí, de acuerdo.

            —¿Cómo te llamas, niña?

            —Rinoa, ¿y tú?

            —Yo, Eleone. Sólo me puedes ver tú.

            —¡Ah, vale!

            —Pues vamos dentro.

            Comí y me preparé la mochila, me lavé los dientes y, a las 2.45...

            —¡Fuera!

            —¡Mi cartera!

            Me había dejado la cartera dentro.

            —Cartera, fuera.

            —Vámonos.

            Me llevé la cartera al insti. Y cuando ya estaba en clase...

            —¡Cristian, hombre, trabaja ya!

            —Vale, profe.

            Estábamos todos en clase callados porque, si no, nos ponían una amonestación.

            —¡Adiós, chicos!

            Se acabó la clase y nos fuimos del cole.

Alicia García Sánchez

 

 

XI

 

He llegado a mi casa, he entrado. Dejo las cosas que traigo encima de mi cama. Voy hacia la cocina a merendar y veo que la licuadora habla con las ollas, los asientos... Y la grabadora está a todo volumen. Los asientos bailan. Sigue la historia. La cama habla con las almohadas y juntas cantan algo muy hermoso, una canción de cuna. Y cantan para dormir al oso de peluche.

Cristian Raúl Marulanda Gerardini

 

 

 

XII

 

En mi casa, un día pasó algo muy extraño. La estufa, desde aquel día, estaba cada vez que me despertaba en un sitio distinto. También la seguía el sofá; siempre les hablaba porque yo sabía que me entendían, pero mis palabras eran en vano, pues no me hacían caso. Llegó un día en que, al despertarme, toda la casa había cambiado totalmente. Fui al comedor, que resultó ser el lavabo. La cocina era la cocina, y así seguidamente. Ya os lo podéis imaginar. El caso es que les hablé a todos los objetos hasta que uno me contestó, la silla.

            —El problema es que la mesa que comprasteis nos pega —dijo la silla—, por esa razón nos vamos alejando de él.

            Al final vendimos la mesa y los otros objetos no volvieron a moverse.

Joshua Sánchez Romero

 

 

 

XIII

 

Un día llegué a mi casa y la tele va y me dice: “¡Hola!”. Miré arriba y abajo y me pregunté quién me había dicho hola. Luego la mesa me preguntó: “¿Dónde estabas?” Yo me quedé mirando. La mesa me dijo: “Soy la mesa. Mírame. Estoy aquí.” ¿La mesa? No puede ser que la mesa de mi casa me hable. Le dije: “¿Fuiste tú la que me dijo hola?” Y la tele me dijo: “Sí, he sido yo.” “¿Tú? ¿La tele? No puede ser... ¿tú también hablas? ¿Quién más habla?” “Todo lo que hay aquí.” “¿Los sofás también?” “Sí, los sofás también.” “¡Qué locura! A mí me gusta hablar con vosotros.” “Ah, ¿sí?”, me dijeron todos a la vez. “Sí, es verdad.” “Voy a ir un momento a la cocina.” Fui a la cocina y los vasos me dijeron: “¡Hola!, ¿cómo te llamas?” Yo les dije: “Me llamo Fátima. Y vosotros no tenéis nombre, ¿verdad?” “Sí, pero luego te lo decimos. Ahora no porque somos muchos y estaremos mucho rato y no queremos perder tanto tiempo.” Los platos me dijeron: “Vámonos de aquí.” Y yo les dije que no porque, si no, se romperían. Llegó mi madre y todos los cacharros se callaron y no se movían para que mi madre no se diera cuenta. Mi madre entró en la cocina y me dijo: “¿Qué haces aquí?” Yo le dije: “Nada, beber agua.” Fui al comedor y todo estaba calmado. Me fui a la habitación y me encontré mi lápiz en el suelo. Lo cogí y me dijo: “Cuidado con mi oreja.” Le dije: “¡Cállate!” Y va mi madre y me dice: “¿Con quién estás hablando?”  Le digo: “Con nadie.” Y, finalmente, los cacharros no volvieron a hablar y yo me quedé tranquila.

Fátima Azahara Glida

XIV

 

Érase una vez, en una casa de Barcelona, una familia que tenía un hijo llamado Tomy. Un día, Tomy, cuando volvía de camino a casa, se encontró un señor con mucha barba, quien le dijo: “Hoy los objetos de tu casa se volverán locos”. “¿De verdad? ¡Eso es una chorrada! Pero ¿qué tengo que hacer si se vuelven locos?”. “Vigilar y pensar”, dijo. 

Tomy llegó a su casa preocupado por lo que le dijo el señor. Entró por la puerta, la cerró, se iba a sentar en el sofá y... ¡pom!, se apartó el sofá. “Oye, ¿y si fuera verdad lo que me dijo aquel señor?”. Fue a coger el mando de la televisión y se le convirtió en un walkie-talkie. “Esto me huele mal”, se dijo Tomy. De repente, se encendieron todos los objetos de la casa; la tele, la radio, el aspirador... Se abrieron las ventanas...

“¡Silencio...! Esto es un escándalo, ésta es una casa de locos”. “¿Eh?, ¿qué?, ¿vosotros también tenéis vida? Pues nosotros también”, dijo el aspirador. “Tenemos derecho a divertirnos y jugar con los humanos igual que ellos hacen con nosotros. Lo mismo.” “El hombre manda al objeto y el objeto obedece al hombre, ¿entendido?” “No es justo”, dijo la televisión. “Cuando vengan mis padres se lo diré.” “Tus padres no vendrán.” “¿Cómo que no?” “Te digo que tus padres no vendrán.” “Ah, ¿sí? ¿Y eso cómo lo sabes?” “Porque tus padres ya están aquí y tenemos derecho a hacer lo que queremos autorizados por tus padres.” “Hijo”, dijo el padre, “lo hacemos por tu bien, para que no seas ni machista ni feminista, ni racista. Así aprenderás. Hijo, aún te queda mucho por vivir. No te preocupes y confía en nosotros.”

Adrián Martínez Navarro

 

 

XV

 

Tengo una minicadena de unos treinta y ocho centímetros de ancho y unos cuarenta de largo. La marca es Aiwa. Es de color gris y negro... y está loca.

            La tengo en mi habitación. Un día salieron mis padres, y mi hermana se fue a casa de una amiga. Yo me encerré en mi habitación con el pestillo echado y me puse la música.

            Cuando ya estaba harta, fui a apagar la música y no podía. Fui a desenchufarla y tampoco pude. Lo dejé todo tal como estaba y me fui al comedor a llamar por teléfono a una amiga. Al poco rato llamó mi amiga. Le abrí la puerta. Cuando subió, dijo: “Pero ¿qué le pasa a esta minicadena? Está loca y cada vez sube más el volumen. Como siga así,  te romperá los tímpanos.”

            Cuando llegó la noche, ya no aguantaba más. Ni con tapones me aliviaba el dolor ni el ruido.

            No podía dormir. Los vecinos se quejaban. Me decían que si no apagaba la música llamarían a la policía. Les intentaba explicar lo que pasaba pero no me escuchaban. Ya estaba harta. Fui corriendo, cogí el teléfono y llamé a mi hermana. Cuando se lo conté, se quedó sorprendida. No se lo creía. Al ver que yo estaba desesperada, se dio cuenta de que era verdad y ella y su amiga vinieron corriendo.

            Desde la esquina de mi calle, se escuchaba la música. Empezaron a correr las dos a toda pastilla y llamaron a casa.

            Yo no oía el timbre. Ellas me pegaban gritos, pero eso tampoco funcionaba, y al final se les ocurrió una cosa: llamarme por el móvil.

            Cuando lo cogí, les abrí la puerta. Les enseñé la minicadena, no se podía estar en esa habitación y llamaron a mis padres. Mientras ellos llegaban, los vecinos, como ya estaban hartos, llamaron a la policía.

            La policía iba a detenernos. De pronto, llegaron mis padres. Se dieron cuenta de que la  minicadena  estaba loca y se lo dijeron a la policía.

            La policía se llevó la minicadena y mi madre denunció a los de la tienda donde la habíamos comprado.

Tania Trabaledo Pérez

           

 

XVI

 

Esto me sucedió un sábado. Mis padres se habían ido a comprar a un centro comercial. Me quedé sola en casa. Encendí la tele y me senté en el sofá a verla. De repente vi que algo pasaba rápido por el suelo, por delante del sofá. Miré y no vi nada, y me dije: “Menos mal. Me parecía haber visto una plancha.” Al no ver nada, seguí mirando la tele tranquilamente cuando, de repente, me pareció haber visto otra vez la maldita plancha. Yo cada vez estaba más asustada y me preguntaba si no habría cobrado vida la plancha. Con cuidado, me levanté del sofá. Me puse las zapatillas, apagué la tele y me fui hacia la habitación. Vi la plancha moverse de un lado a otro sin parar y al ordenador también. Y encima hablaba solo, como un loco. Entonces dije: “El que está loco no es el ordenador, soy yo. ¡No puede ser, debo de estar soñando... ¡no!” Apagué el ordenador, pero se volvió a encender y vi que la plancha se dirigía hacia mí. Me enrolló su cable alrededor del cuello, intentaba ahogarme. Yo intentaba quitármelo de encima y cada vez me ahogaba más. Al final, cogí unas tijeras que había allí y corté el cable. La plancha se cayó al suelo y me liberé de ella. Ahora el ordenador gritaba muy fuerte. Sin pensar lo que hacía, me fui hacia él, le pegué una patada y rompí toda la pantalla. “¡Oh, no!”, dije, “¡la que me caerá! Porque, seguramente, si salgo con vida de ésta, nadie me creerá y todos me tomarán por loca de remate.”

Di por acabado lo ocurrido. Cuando vi que la tele se encendía y se apagaba (o sea, que la historia no había acabado) fui corriendo hacia ella y la desenchufé, pero seguía encendiéndose y apagándose. Fui a la cocina, abrí la nevera, cogí el agua, la cerré, cogí un vaso y lo llené de agua. Me fui hacia el comedor y se lo eché al enchufe de la tele. Se electrocutó la tele y se apagó de repente. Volví a la cocina a dejar el vaso. Cuando abrí los ojos, supe lo que había sucedido. Había ido al cine a ver Los aparatos enloquecen y me había metido tanto en el papel, que pensé que todo eso me había sucedido a mí, y lo cierto es que era una película.

Judit Barrientos Solera

 

XVII

 

Una tarde de noviembre me ocurrió algo extraordinario; en realidad, dos: una buena y otra mala. La mala fue que se rompió la lavadora y la buena,  que gracias a mí Massiel ganó Eurovisión, aunque no fuera con una canción suya. Pues bien, hacía aire y yo estaba viendo Sin-Chan (eran las 19.13). Mi padre estaba en una reunión de vecinos y yo estaba en el comedor tumbada, tomándome un cacaolat y comiendo un bollicao. De repente, escuché un ruido, procedía de la lavadora. Como ya estaba vieja, imaginé que el ruido era porque hacía poco que le había echado el suavizante, pues bien lo que pensé fue erróneo. Cuando me acerqué a la cocina vi una gran cantidad de espuma saliendo de la lavadora. “Dios mío, como se filtre, tendremos humedad y los vecinos nos denunciarán”, pensé. Cogí rápidamente el mocho, pero una ola inmensa vino hacia mí (claro, de espuma). De repente, llamaron a la puerta. Era Massiel. En aquellos tiempos no se sabía nada de ella ni de que iba a ganar el festival de Eurovisión. Era mi vecina, venía espantada al oír gritos. Como le gustaba cantar, venía cantando: “La, la, la, la, la, la, la, la, la...”, y así. Cuando fregué todo, le abrí la puerta y le dije que no ocurría nada. Le pregunté que dónde había aprendido esa canción con una sola consonante y una sola vocal juntas. Ella dijo: “Me han elegido para Eurovisión.” Y yo le dije: “Pero ¿no iba a ir un chico con esa canción?”. “Sí, pero se ve que la quería cantar en catalán, creo...” De repente, la lavadora empezó a anudar toda la ropa que había en la lavadora, hizo una cuerda como Indiana Jones y me cogió y me fue metiendo en su interior. Me puse a pensar que aquellos eran los últimos momentos de mi vida. La espuma era como una ola, igual que Rocío Jurado en otra canción.

            Dije: “¡Anda!”. La lavadora dejó de echar espuma y de portarse mal cuando oyó a cantar a Massiel. Le dije a Massiel con las pocas fuerzas que me quedaban: “Canta la, la, la.” Y ella empezó: “La, la, la, la, la, la, la, la, la...” La lavadora me soltó y, ¡boom!, estalló (por eso decía lo de que nos quedamos sin lavadora). Aquel día vi a Massiel cantar y ganó. Gracias a ella sigo con vida, y espero que ella esté en estos instantes muy bien, porque es una estupenda cantante, ¡mi ex vecina!

Yolanda Fernández Medina

 

PD.- Hace unos años, Massiel se casó y se fue de mi bloque. No haré comentarios si me preguntáis.

 

 

XVIII

Un día, cuando volví del colegio a casa por la tarde, fui a calentarme una leche bien caliente, pero el microondas no se quería abrir. Parecía estropeado y me pareció un poco extraño, sobre todo porque estaba acabado de comprar y en perfectas condiciones, así que lo apunté en la lista de las cosas que hacía falta arreglar. Quise coger algo de embutido de la nevera, pero la nevera tampoco se abría. Después de intentarlo una y otra vez con todas mis fuerzas, por un momento pensé en la estupidez de los aparatos, que tenían tomada contra mí, y eso que mi madre es la que más los explota. Así que pasé de comer por miedo a que si me preparaba algo caliente, el gas explotara o, en el peor de los casos, me prendiera fuego a mí misma. Después de pasar un rato largo pensando qué estaba pasando, decidí no darle importancia y me puse a hacer los deberes en el ordenador, a escribir una pequeña redacción de castellano, y me quité un peso de encima cuando descubrí que el ordenador sí que se encendía, pero sólo se encendía. Por desgracia, el ordenador se descontroló y me puso a chatear con gente con la que yo había chateado antes y a borrar del sistema mis juegos favoritos. Me asusté demasiado. Todos los aparatos de casa, o al menos tres de ellos, se habían descontrolado por completo o habían dejado de ir al psiquiatra porque eso no era la cosa más normal del mundo, de esas que suelen pasarle cada día a alguien. Y comida por la curiosidad y el temor, decidí llamar a mi madre al trabajo apresuradamente para preguntarle si lo de ser gafe viene de familia o si el día 12 es mi día de la mala suerte, puesto que ese día, en el colegio, me habían pasado unas cuantas cosas malas y en casa tenía alucinaciones. Estaba empezando a sospechar que lo que me decían en el colegio de que estaba majara me lo estaba empezando a creer. Pero en el momento en que descolgué el teléfono, por sí solo empezó a andar y, poco después, se unieron a él la estufa, la nevera, el microondas, el ordenador, la máquina de escribir, el móvil, la televisión, el horno...

            Durante unos instantes me estuve frotando los ojos y pellizcándome para comprobar si me había vuelto loca o estaba teniendo una de mis peores pesadillas, porque pinta de ser sueño, la verdad no tenía.

            Me fui por las escaleras a la terraza y me sorprendí porque las subí más rápido que nunca. Iba a llamar por mi móvil a la policía, pero como también el móvil se había vuelto loco, lo tiré a la terraza que tenía al lado. Estaba completamente incomunicada, y como no hiciera señales de humo con la pólvora de los petardos que sobraron en San Juan... Y, sinceramente, ni sabía ni tenía tiempo porque a ese paso quien se llenaría de humo sería yo. Los aparatos empezaron a llegar a la terraza. Pensando muy por encima, me empecé a reír al imaginarme a la estufa o a la tele subiendo escaleras, pero, interiormente, yo prefería estar en situaciones menos imposibles.

            Cada uno con el sistema que podía iba haciendo señas para expresar seguramente alguna estupidez. Yo, personalmente, me fijé en el ordenador porque él al menos escribía lo que quería decir y se me daba mejor leer que descifrar las posturas que iba haciendo el triciclo. Todos decían que abusábamos de ellos y que no podíamos hacer nada sin su ayuda. Yo pensaba algo parecido. Pero es mucho más cómodo hacer las cosas con aparatos eléctricos. Así que me inventé mi propia película. En unos instantes tenía a los electrodomésticos o aparatos andando hacia mí, así que salí de la terraza con los aparatos en los talones y los encerré con llave.

            Cuando llegó mi madre, quería ir a la terraza y tender la ropa. Le dije que no se asustara. Abrió la puerta y no había ningún aparato. Todo iba bien. Pero ahora, cada vez que utilizo un aparato, si me parece que se mueve, no le doy la menor importancia.

Celeste Muñoz Martínez

XIX

 

Tengo un equipo de música que, cuando lo enciendo, pongo música y se vuelve loco. Comienza a tirar las cintas de las caseteras, abre la caja de los cedés y los tira como si fuesen papeles o pelotas y no quien lo pare.

            Otra es la lavadora, que cuando ponemos ropa y la lavamos, nos sale la ropa de muchos colores. La llevamos a un especialista y dice que está muy bien, que no tiene nada mal, pero nos toca conformarnos. Otro es el móvil, que suena cada cinco minutos y, a veces, no sabemos cuándo llaman y cuándo no llaman. Otro es el teléfono, que comienza a bailar como una serpiente hasta que se acerca a alguien, se le engancha, lo acaricia un poco y lo quiere matar...

Álex Ballesteros Vinueza

 

 

XX

 

Era el día de Halloween y todo pasó cuando fuimos al cementerio. De repente se apagaron las luces y tuvimos mucho miedo, y no nos lo pensamos más: nos fuimos a casa.

            Pasó una semana. Sonó el teléfono, fui a cogerlo y una voz me dijo: “No cojas el teléfono, si no, morirás.” Yo no le di importancia, lo cogí y contesté. Y era mi tía.

            —Hola, ¿cómo estás?

            —Bien, ¿y tú?

            —Súper, tía.

            —Bueno, adiós.

            —Adiós.

            Plin colgó y me dijo: “Buah, no me ha pasado nada.” No caí en que me había dicho eso aunque yo no había dado importancia a lo que me dijeron. Entonces puse la TV y me senté, y sentí como unas cosquillas que flipaba. Algo iba subiendo y enroscándose por mi cuerpo hasta que me llegó al cuello. “Dios, ¿qué pasa?” Vi que el cable era lo que me sujetaba y...

(Continuará)

Cristina Argudo Atalaya

 

 

XXI

 

Estaba yo en mi cama viendo la tele cuando, de repente, vi aparecer un cable. Me quedé mirándolo y me di cuenta de que era el de la plancha.

            El cable me estaba cogiendo del cuello. Yo intentaba quitármelo, pero no podía porque tenía mucha fuerza. Como yo estaba con mi madre en casa, ella fue a intentar quitarme la plancha, mejor dicho, el cable, pero la plancha, cuando se le acercaba alguien, le enseñaba la suela, que quemaba.

Por señas, le dije a mi madre que fuera a por un cuchillo o unas tijeras. Cuando mi madre cogió un cuchillo, la estuvo entreteniendo, o sea que se acercaba. Mientras, yo, con el cuchillo, intentaba cortar el cable, aunque siguiera vivo, pero me estaba ahogando. Cuando ya me faltaba poco para acabar, la plancha se dio cuenta de que le estaba cortando el cable. Entonces me amenazó con su suela. Le di el cuchillo y sin que lo viera, tiré del cable y lo rompí. De repente la plancha cayó al suelo, fui hacia mi madre y le di las gracias por ayudarme, pues me había salvado la vida. Y ella respondió que no era para tanto.

Aquel día intentamos arreglar la plancha, pero cuando juntábamos un poco los cables, se movía. Así que la tiramos y nos compramos otra.

Maribel Sepúlveda Bernal

 

 

XXII

 

Esto era un viernes a las seis de la tarde. Yo estaba tranquilamente en el sofá comiendo galletas y viendo la tele. De pronto me dispuse a cambiar de canal y la tele no respondía. Al principio pensé que se habían gastado las pilas del mando, pero pronto se me quitó esa idea de la cabeza ya que, aun cambiándolas, seguía sin funcionar. Estaba yo rompiéndome la cabeza tratando de averiguar dónde estaba el problema cuando noté un fuerte dolor en el pecho. ¡Una cinta de vídeo me había golpeado! Entonces fue cuando entendí que lo que pasaba allí no era normal.

            —¿Te ha dolido, niño estúpido? —dijo alguien (o algo).

            —¿Quién habla? —pregunté.

            —¡Soy yo, tu vídeo! —gritó.

            —Pero, ¿cómo puedes hablar? —pregunté pasmado.

            —Gracias a un cortocircuito, tanto yo como todos los aparatos de esta casa hemos cobrado vida y ahora... vamos a por ti —me amenazó.

            En cuanto acabó la frase, empecé a notar dolor por todas partes; la tele, el vídeo, la radio, la minicadena, el móvil... Todos me empezaron a atacar.

            —¿Por qué me atacáis? —pregunté. Yo no os hecho nada.

            —Es por diversión —dijeron.

            Estaba yo aguantando la situación como podía. Pero entonces todos dejaron de atacarme. Alcé la vista y vi, subida en la estantería, mi Play Station que con los mandos —que usaba de látigos—, los memory cards  —que usaba de misiles— y los cedés —que usaba de discos búmerang, dejó K.O. a todos los violentos.

            —Gracias por salvarme —le dije. ¿Hay alguna manera de detener a las máquinas?

            —Sí —me dijo—, con tu mando del coche teledirigido.

            —Bien, pues entonces acompáñame a la habitación y cúbreme —le pedí.

            —No puedo. El cable de la corriente no llega hasta tan lejos —se disculpó.

            —Bueno, pues entonces iré solo —dije.

            —Ve con cuidado —se despidió.

            Abrí la puerta de mi habitación y pude ver el mando del coche en una estantería justo al otro lado de la habitación.

            Parecía que no había nadie, pero al dar el primer paso, se abrieron los armarios y se abalanzó sobre mí un ejército de aparatos eléctricos y muñecos con pilas. Cuando ya estaban a punto de darme, algo les hizo retroceder y entonces oí una voz amiga que decía:

            —Nosotros nos ocuparemos de ellos, ¿verdad, Game?

            —Claro que sí. ¡En marcha! —exclamó.

            Miré hacia atrás y vi a mi Game Boy y a mi ordenador dispuestos a defenderme aunque para ello arriesgaran la vida.

            —Gracias, chicos. ¡Al ataque! —exclamé.

            Los ataques que no esquivaba yo, los paraban por mí Game y Ordena. Y así fui avanzando hasta llegar al mando. Una vez lo tuve en mi poder, desconecté todas las máquinas menos la Play, la Game y el Ordena, ya que me quería despedir de ellos. Cuando ya estuvieron todos desconectados, dije:

            —Gracias, chicos. Nunca olvidaré lo que habéis hecho por mí. Y los desconecté.

            Justo en ese momento se abrió la puerta y entró mi madre:

            —Hola, José Luis, ¿qué has estado haciendo?

            —He jugado con mis amigos Play Station, Game Boy y Ordena.

            —¡Huy!, sí, tus amigos... Como si tuvieran vida propia...

José Luis Álvarez Culebras