Viaje de fin de curso a Lisboa
Cuadernillo del viaje de 3º de BUP del Puig Castellar. Primavera de 1985
Santa Coloma – Salamanca – Coimbra – Lisboa – Mérida – Madrid – Cuenca –Santa Coloma.
Profesores acompañantes: Lito Caramés, Biel Riba, Encarna Bailón y Mercè Romaí
Días 21 y 22 de marzo.- Salimos en una noche especialmente oscura. La lluvia persistente envolvía la inquietud, la curiosidad y el cúmulo de expectativas de cuando uno emprende un viaje. Y más si pensamos que para muchos suponía dejar atrás por primera vez patria y familia. Desembocamos en una Salamanca soleada cerca de su espléndida Plaza Mayor, barroca amplia y cerrada. En el paseo de la tarde, cuando visitábamos los monumentos salmantinos de piedra dorada, un niño de grandes ojos negros nos describió la famosa portada plateresca de la Universidad. Allí vimos esculpida a la reina Isabel, la portuguesa, esposa de Carlos I, que nos daba la bienvenida y nos animaba a visitar sus tierras. También descubrimos el sapo posado en una calavera. Dicen que al que logra verlo le ocurre algo en el amor. A pesar de esa información tan confusa, localizamos el sapo. En lo que sí estuvo clarísimo nuestro pequeño guía fue en todas las incidencias artísticas, culturales e históricas de la portada: no escatimó las fechas de nacimiento, lugar de procedencia y frases célebres de Fray Luis y Unamuno. Su sabiduría viene de lejos. Cantó, como un aedo de la época de los antiguos griegos, una cantinela de compás perfecto durante un cuarto de hora seguido, sin ningún tropiezo. Si el hambre aguza el ingenio, este niño es su mejor representación. Estaba allí a orillas del Tormes, como el Lazarillo del siglo XVI, burlándose del espacio y el tiempo. Sólo los niños son así de milagreros. Aunque ahora nuestro lazarillo se ha aplicado mucho más que el de la época del cuento porque los tiempos están duros y lleva el muchacho muchos siglos de universidad.
Día 23.- Entramos en Portugal, dejando atrás dehesas y estepas, por una zona montañosa y pobre. Vimos gallinas sueltas picoteando libres por el campo, un buey tirando del carro empeñado en sacarlo de la cuneta, a unas mujeres lavando a orillas del río, que nos saludaban con las palas de lavar. Estampas ya perdidas para siempre en Santa Coloma.
En un remanso del río Mondego se levanta la ciudad de Coimbra de infinitas escaleras. Visitamos la Biblioteca de la Universidad. Boquiabiertos admiramos los panes de oro de los remates, las maderas preciosas: ébano, caoba, palo rosa del Brasil. Preciosos trabajos de marquetería y pinturas en mesas, estanterías, paredes y techo. Al salir contemplamos la ciudad a nuestros pies, recorrimos sus callejuelas decrépitas. Vimos antiguos caserones y conventos desconchados con ropa tendida en las ventanas, una iglesia reconvertida en bar y muchas casas de pompas fúnebres. Grandezas y miserias de lo que fue un gran imperio.
Descubrimos el Atlántico en Figueira da Foz. El mar tenebroso estaba como un plato y no dejó de estarlo en todos los días que pasamos en sus orillas. A pesar de la tranquilidad de su aspecto, no dejaban de ser inquietantes las mareas con sus idas y venidas y los restos de conchas, botellines pulidos por el agua y objetos curiosos que aparecen en abundancia al retirarse el mar. El hotel era moderno y confortable, aunque a tono con las innumerables construcciones precipitadas que crecen por doquier como signo de un desarrollismo ya imparable. Llegamos con la intriga de si cenaríamos o no, por la hora, pero cenamos. Con todo, lo más complicado siempre fue distribuirnos por habitaciones los noventa y seis que formábamos el grupo de manera que cada cual tuviera una cama, aunque, a veces, no se usase.
Día 24.- Nos dimos una vuelta por Batalha. Se trata de un gran monasterio de finales del gótico. Tiene la majestuosidad y grandeza que le quisieron dar los portugueses, con su rey Juan I a la cabeza, para celebrar la victoria de Aljubarrota sobre las tropas de Juan I de Castilla, que quería anexionarse Portugal. Allí nos dimos cuenta de que la esencia de la nación portuguesa es su afirmación frente a España. Para ello se refugian desde siempre en el amparo inglés. En efecto, allí está la tumba al soldado desconocido custodiada por impertérritos soldados, parecidos a la guardia real inglesa, que sufrían sin pestañear las monadas de las muchachas españolas -catalanas, por más señas- algo burlonas y poco convencidas de la profunda seriedad que encierra el monumento. No sé si por ser precisamente catalanas y haber visto en lo que acaban los amagos de independentismo de su tierra, parecían poco impresionadas.
En Nazaré, un pueblo de pescadores y turismo, se superponen los dos aspectos. Las mujeres con siete sayas o faldones cortos, casi por encima de las rodillas, y los hombres con una especie de “barretina” negra parecen puestos para admiración del turista. Como para desmentirlo, una mujer nos regaló unas sardinas de las muchas que tienen expuestas en paneles secándose al sol. Todavía no está todo en venta. Al mediodía comimos “caldeirada” , el plato típico de los pescadores. Algunos cogieron un funicular que lleva a un pueblo sobre el acantilado, que queda cortado sobre Nazaré, para contemplar ampliamente el ancho mar…
Después de un recorrido infernal por esas carreteras portuguesas de todos los demonios, llegamos más que molidos y casi meados a Cascais, población cercana a Lisboa, que sería nuestra residencia por unos días.
Al instalarnos, se declaró el único conflicto colectivo del viaje. A un grupo de nueve les tocó una habitación improvisada: se trataba de un bar reconvertido en habitación. Era húmeda y daba a la calle. Un desconocido desde fuera rompió uno de los cristalitos de la puerta. Cundió el pánico. Hubo asambleas de los que se consideraban desfavorecidos en cuestión de hospedaje por segunda vez (en Salamanca les había tocado el hotel menos confortable de los dos que ocupábamos). Hubo antagonismos y solidaridades, conciliábulos, idas y venidas.
Días 25, 26 y 27.- Todo acabó de lo más bien al día siguiente, cuando el grupo en cuestión asentó sus castigados cuerpos en habitaciones principescas de un hotel anexo al anterior, a las que se llegaba por una gran escalinata de mármol. La terraza correspondiente se abría sobre un jardín de rosas y pinos de copa, con una piscina. En el comedor de ese hotel cenábamos todos. De modo que todos tuvimos ocasión de andar pateando alfombras y tapices, esquivar jarrones, sentarnos en sillas de altísimo respaldo y usar pala de pescado para comer sardinas como si tal cosa. El marco imponía y hubo quien hasta se comió rigurosamente la verdura de la “sopa verde” y todas las verduras que le siguieron, por primera vez en su vida, convencido, además, de que comía césped.
El embrujo del lugar se hacía sentir también en nuestros arreglos. A la hora de cenar florecían los modelitos graciosos, tocados con gran variedad de pañuelos marroquíes, largos pendientes, sombreros ingleses y hasta alguna flor en el pelo, muy a la española. Incluso las langostas del inmenso acuario que flanqueaba el comedor movían inquietas las antenas para admirar tanto moflete coloreado y ojos brillantes que circulaban con alegría bullanguera por esos salones pensados para rentistas europeos, elegantes y aburridos.
El hotel donde dormíamos la mayoría, el “Solar de Dom Carlos”, es un antiguo caserón noble, digno de descripción. Sólo diré que algunos para llegar a su habitación tenían que pasar por el coro de una capilla barroca y otros tenían que atravesar un auténtico laberinto de pasillos escaleras y patios para llegar a la suya. Los del piso inferior veían –al principio con temor- bailar las grandes lámparas de lagrimones cuando se movían los del piso superior. El comedor de estilo veneciano con pinturas que llenan paredes y techos, sillas imponentes, luz pálida y escasa, cobró todo su sentido el día del último desayuno allí, a las seis y media de la mañana, después de una noche en la cual casi nadie consideró oportuno dormir: parecíamos los invitados del conde Drácula.
Por mucho que el escenario invitara a fantasmear, nuestro comportamiento fue correcto y se nos pudo despedir con todos los honores.
Las horas muertas –que quizás fueron las más vivas para la amistad, los encuentros y desencuentros- las pasamos en esta población de plazas recoletas y de callejuelas que dan de pronto al mar, de palacios y castillos –algunos, encantados, sin duda. Percibimos la influencia inglesa en los horarios, las costumbres, los parques y los cafés. Incluso el bar menos elegante, pero de mejores pollos asados, se anunciaba como “Dom Manolo, the chicken king of Cascais”. El rey del pollo es un astuto gallego, dom Manolo, al que le pedías vino dulce y te servía uno ácido y seco con el aplomo del que no admite réplica. Tanto percibimos la influencia inglesa, que acabamos dándonos de bruces con la mismísima reina Isabel II de la Gran Bretaña. La mayoría de nosotros bajó del autocar para ver pasar la comitiva. La guardia real, de hermosos penachos, montaba en caballos que llevan el pelo del trasero recortado a cuadros como los del ajedrez. Nadie levantó la mano para saludar a la reina. Se oyó el grito de: “¡Queremos Gibraltar, huevona!” Pero los antimonárquicos más recalcitrantes eran los que ni siquiera habían bajado del autocar. La mano de la reina quedó alicaída ante tanto entusiasmo. Por su culpa no pudimos visitar el palacio de Sintra y tuvimos que cambiar el recorrido por Lisboa; nos la encontrábamos a cada paso.
Visitamos Lisboa con sus casas de distintos colores, a niveles distintos, mostrando así mucho los tejados, con ascensores, pasadizos y tranvías pintorescos. Una ciudad en la que es difícil determinar en qué año estamos. Responde al mito de la ciudad europea porque lo moderno no suprime a lo antiguo, con sus barrios de distintas épocas, bien conservados. Y su condición de metrópoli se hace patente, sobre todo, en los habitantes de razas muy variadas. En suma, una ciudad bulliciosa y abigarrada en la que dan ganas de sumergirse y perderse. Pero no nos perdimos y, al atardecer, nos recogíamos en el autocar dispuestos a visitar la torre de Belem en la entrada de la ciudad por el mar. Habíamos visto también los Jerónimos, iglesia cumbre del arte manuelino, de un gótico florido a la portuguesa, con mucha representación de cuerdas y otros elementos propios de los barcos en los adornos arquitectónicos. Sin dejarnos tampoco el museo de la fundación Gulbenkian, en un interesante edificio moderno, ni la inolvidable plaza “del Comercio”, esa especie de salón de recibir dieciochesco que es directamente un muelle.
La torre de Belem, con la piedra rosada por efectos del sol poniente, con sus torreones y pináculos recortados sobre el mar y el cielo de todos colores, daba angustia de tan bella. Un chico del grupo se preguntaba por qué derrocharían tanta hermosura para una obra de función defensiva. Es como si quisieran desarmar al posible enemigo con sólo la gracia y la belleza.
Caía la noche cuando llegamos a Estoril. Nuestra intención era ir a jugar a las canicas al Gran Casino, pero no encontramos a nadie que nos incitara a entrar, ni siquiera a la reina Isabel, ni a Don Juan. La verdad es que el edificio es de un funcionalismo feo, más propio de reyes de la salchicha o de los petrodólares que de emperatrices que han perdido casi todo su imperio o de reyes sin reino. A esas horas las flores del jardín del casino desprendían un aroma penetrante sazonado aquí y allá con pequeños efluvios de estiércol en un auténtico festín aromático. Medio nos emborrachó el olor y andábamos desparramados en pequeños grupos entre alhelíes, azucenas, lirios, rosas y camelias. Nos embobábamos viendo los caminos como fosforescentes de los caracoles sobre la corteza de un árbol. Se oían canciones melancólicas y voces que susurraban Dios sabe qué al oído más cercano. Así cayó la noche del 26.
De la visita al cabo de Roca nos llevamos casi todos un diploma que certifica que hemos llegado hasta la punta más occidental de Europa, donde acababa la tierra en otros tiempos. Parece mentira que un esforzado copista pudiera estampar ochenta nombres con sus apellidos correspondientes, escritos en historiadas letras góticas, en cosa de una hora. En sus momentos de respiro, el copista del puesto turístico debe lamentarse de los tiempos y envidiar, sin duda, la calma monacal con que trabajaban sus antecesores en el oficio.
Día 28.- Partimos al amanecer con una espléndida salida de sol. El cielo de Cascais quiso mostrar de qué es capaz no sólo en el ocaso, sino también por las mañanas bien tempranito. Abandonamos Lisboa atravesando el estuario por encima del puente “25 de Abril”, que nada tiene que envidiar al Golden Gate de San Francisco, popularizado por el cine. La tarde anterior habíamos visto el puente desde abajo. Era una línea que cruzaba el cielo del atardecer. Los camiones y coches que pasaban se veían muy pequeños, y a contraluz eran como vagonetas de atracción de una feria fantástica. Cruzamos, pues, por el puente volviendo realidad las fantásticas visiones y habiendo arrojado el dinero que nos quedaba, no al Tajo como hizo Espronceda, sino por los grandes almacenes como manda la sociedad de consumo. Cuentan que el poeta Espronceda llegó una vez a Lisboa con dos pesetas y las arrojó al Tajo “por no entrar en tan gran ciudad con tan poco dinero”. No estamos ahora para romanticismos. Nos íbamos cargados de objetos, principalmente de cerámica, que irían rompiéndose uno a uno a cada curva del camino de vuelta.
Acabamos de atravesar Portugal, en dirección Badajoz. Dejábamos atrás ese paisaje privilegiado, síntesis de lo mediterráneo y lo atlántico: viñas sobre suelo verde, olivos grises sobre verde y las oscuras encinas sobre el claro verde primaveral.
Visitamos las ruinas romanas de Mérida con la melancolía que inspiran las ruinas y los viajes que están llegando a su fin: capiteles, volutas, cipreses contra el cielo, desdibujados por la aplastante luz del mediodía. Los cuerpos, un tanto agotados, comulgaban con las ruinas. Pero llegamos a Madrid por la noche y había que andar pisando fuerte. Con la aureola del Barça recién campeón, les entró la euforia a los más futboleros: ¡así daba gusto pasear por Madrid! La bandera catalana y la camiseta “blaugrana”, que habían estado un tanto olvidadas al fondo del autocar, cobraban ahora su plena función. Algunos grupos anduvieron tanto por Madrid que hasta resalieron del plano del centro de la ciudad que llevaban consigo. Quizás fueron en busca de la famosa movida. Desde luego movieron sus cuerpos y desayunaron el madrileño chocolate con churros.
Día 29.- El resto del viaje fue dormitar, despertarse en Cuenca, donde algunos vimos el Museo Español de Arte Abstracto y otros se conformaron con contemplar las formas, todavía más abstractas, de las rocas y de las casas colgantes y volver a dormitar.
Ningún hotel fue tanto nuestro hogar durante esos días como el autocar. Allí dormíamos, algunos a pierna suelta, acostumbrados a las estrecheces de nuestros pisos. Allí comentábamos las incidencias de la jornada como de vuelta del instituto. Allí masticábamos nuestro dulce preferido o las emociones del día. Allí se rompían las promesas hechas en momentos de mayor exaltación como, por ejemplo, la de no dormir en 48 horas. Y de allí deseábamos salir en cuanto antes para tomar el aire y ver mundo.
Ya en la autopista de Levante, celebramos la despedida dando un beso todos a cada uno del grupo. La entrada en Santa Coloma arrancó un aplauso. Habíamos hecho la última etapa entre sueños y las visiones del viaje a Portugal empezaban a ser un sueño. Lo que sí es una realidad ya nuestra para siempre es el sentimiento de haber sido felices.
Apretujados en el taxi de vuelta definitivamente a casa, el grupo de profesores pensábamos en la generosidad y la amplitud de miras de esos padres que, apretándose el cinturón, han permitido a sus hijos vivir una experiencia así.