Gramática de las emociones

per Institut Puig Castellar darrera modificació 2020-04-24T19:18:41+01:00
Algunas notas sobre el melodrama a càrrec de Jorge Larrosa Bondia

La gramática de las emociones

Algunas notas sobre el melodrama

Jorge Larrosa Bondia

Universitat de Barcelona

 

 

¿Quién escribirá la historia de las lágrimas? ¿en qué sociedades, en qué épocas, hemos llorado? ¿Desde cuándo los hombres ya no lloran (pero sí las mujeres)?
¿En qué momento se transformó la sensibilidad en “sensiblería”? (...) Quizá “llorar” es demasiado grueso; quizá no es necesario remitir todos los llantos al mismo significado; quizá en el mismo enamorado hay varios sujetos que “se ponen a llorar” de modos vecinos, pero diferentes. ¿Cuál es ese “yo” que tiene “lágrimas en los ojos”? ¿Cuál es ese otro que, tal día, estuvo “al borde de las lágrimas”? (...) Si hay tantas maneras de llorar es quizá porque, cuando lloro, me dirijo siempre a alguien
[1].

 

Introducción

Las emociones se expresan en movimientos del cuerpo que son, en sí mismos, significativos: el rubor como signo de la vergüenza[2]; las lágrimas como signo de dolor y de desfallecimiento, de una cierta fragilidad por fin asumida y liberada[3]. Hay también una gestualidad de las emociones, una mímica emocional: el apretar los puños como signo de ira contenida, el levantar los ojos al cielo como signo de impotencia o desesperación. Podríamos hablar, además, de toda una verbalización de las emociones más o menos codificada. Y hay, por fin, toda una elaboración artística de lo emocional que podríamos rastrear en la música, en la literatura, en el teatro, en el cine o en las artes plásticas.


Se tratará, en lo que sigue, de suscitar una discusión sobre lo que podríamos llamar “los lenguajes de los sentimientos”. Unos lenguajes que, como todos los lenguajes, son culturalmente específicos, tienen una historia y, desde luego, se aprenden. Unos lenguajes, además, que, como todos los lenguajes, no sólo expresan una subjetividad sino que, de algún modo, la construyen. Unos lenguajes, por último, que, como todos los lenguajes, están atravesados por relaciones de poder: del mismo modo que la “política de la verdad” está ligada a operaciones lingüísticas y metalingüísticas para el control de lo que se dice y de cómo se dice, también habría una “política de las emociones” ligada a la producción, la legitimación y el control de los “lenguajes emocionales” que se imponen y que se nos imponen.


Para fomentar esa discusión, voy a concentrar mi exposición, básicamente, en el melodrama. O, para ser más precisos, puesto que el melodrama no es tanto un género como un modo de representación que puede contagiar a casi todos los dispositivos dramáticos, independientemente de su adscripción genérica, voy a tratar, más bien, de lo melodramático. De hecho, son varios los autores que, al referirse al melodrama, hablan de un “hipergénero”, de un “género fantasma”, de una “categoría transversal”, de un “registro”, o de un “modo narrativo” para mostrar que lo que hay no es tanto un “género” entendido como un repertorio de temas o de situaciones, sino algo así como un modo de dramatización o de puesta en escena caracterizado por una cierta desmesura sentimental que puede impregnar cualquier género artístico o no artístico[4]. De hecho, como veremos, lo melodramático atraviesa, a veces, el lenguaje periodístico, el lenguaje político o, incluso, el lenguaje cotidiano en el que expresamos nuestras reacciones y nuestros conflictos sentimentales. Es más, podríamos pensar que muchas narrativas pedagógicas están construidas según formatos de melodrama. Pérez Rubio, en su libro sobre el cine melodramático, lo define como “un sistema narrativo y textual que pone en escena experiencias emocionales a las que intenta dotar de un determinado sentido; de ahí, también, su pervivencia durante dos largos siglos, como un camino para la comprensión del mundo y de los conflictos humanos”[5]. Y Peter Brooks, uno de los grandes especialistas en el asunto, como “un modo de concepción y expresión, un cierto sistema de ficción, para dotar de sentido a la experiencia emocional, un campo de fuerzas semántico para lo emocional”[6]. Podríamos decir, desde ahí, que cualquier expresión cargada emocionalmente, cualquier relato que trate de dar sentido a experiencias emocionales o construidas mediante la puesta en escena de emociones, cualquier teatralización de las emociones, podría ser susceptible de ser analizada desde la presencia o la ausencia de ciertos componentes melodramáticos. Y eso a través de un análisis que destaque sus bases ideológicas, culturales y sociales. Como dice Carlos Monsiváis: “la forma clásica para que la sociedad registre su temperamento moral y atestigüe sus convicciones íntimas sigue siendo el melodrama, vía directa hacia la expresión y fijación de los sentimientos socialmente válidos (...) lo que a lo largo de toda la industria cultural buscan y hallan burgueses y proletarios, clase media y lumpenproletariado, es la comprensión sistemática de la realidad, transfigurada por el melodrama”[7].


En cualquier caso, lo melodramático es el modo mayor (por su ubicuidad, pero también por lo excesivo y desmesurado) de construcción de los traumas individuales y colectivos que se producen en la búsqueda (¿imposible?) de la felicidad y en los sucesivos golpes de la desdicha. Aunque haya un lugar para la felicidad y el goce, siempre efímeros o aplazados, el melodrama representa todas las variantes del sufrimiento humano. El melodrama explora impúdicamente las desventuras del alma humana en lo que tienen de más primario, de más elemental. Una situación cotidiana se caracteriza como melodramática cuando se alude a un exceso emocional y afectivo que actúa en detrimento de la cordura, de la razón, de la mesura, de la sensatez. La materia prima del melodrama son los sentimientos puros y extremos: el amor y el desamor, el sacrificio, la renuncia, la fidelidad y la infidelidad, la amistad y la traición, la envidia y la ambición, los celos, la soledad, los abandonos, las despedidas y los reencuentros, los agravios, los desengaños, el deseo y la frustración. Pero lo que hace que el melodrama sea tal no son tanto los sentimientos como su escenificación. Y tal vez porque esa escenificación se producía básicamente en el teatro y se produce ahora fundamentalmente en el cine, tal vez por eso, llamemos “teatreras” o “peliculeras” a las personas que tienden a impostar o a incorporar ciertas “poses” melodramáticas.


Pero el melodrama no sólo representa o dramatiza emociones, sino que produce emociones. Lo melodramático explora el espacio que se abre entre las desdichas de los personajes y las lágrimas (de compasión o de alivio) de los lectores o de los espectadores. El melodrama sería así una puesta en escena de lo emocional tormentoso que produce una respuesta emocional igualmente dramatizada y excesiva. En ese sentido, el melodrama produce, aunque de un modo muy transformado, algo que podría relacionarse con la catarsis que producía la tragedia griega: una especie de desgarramiento, de llanto puro y simple, que tiene como efecto una cierta limpieza anímica que libera de las miserias cotidianas, de la iniquidad y del pecado, y que permite identificarse con las imágenes de nobleza y con los buenos sentimientos que se le proponen desde el texto. Digamos que el espectador del melodrama, al teatralizar individual o colectivamente su respuesta sensible a la escena, siente unas emociones que difícilmente podría sentir en su vida real y que, gracias a ellas, puede sentirse “mejor” de lo que es en realidad.


De ahí que una consideración de las distintas modalidades de lo melodramático, de su pervivencia, de su ocaso o tal vez de sus transformaciones en nuestra cultura, de sus límites y de sus posibilidades, de sus efectos beneficiosos o perversos, pueda ser un buen pretexto (aunque, quizá, como el melodrama mismo, un tanto efectista) para esa discusión general sobre los lenguajes emocionales de la que se trataría aquí.


Lo interesante del melodrama, me parece, es el modo como se constituye en un dispositivo fundamental para la educación sentimental de un cierto público (que tal vez esté en trance de desaparición) y para su entrenamiento gestual y verbal en materia de cómo comportarse frente a los infortunios de la vida. El melodrama, según Carlos Monsiváis, constituye una verdadera “atmósfera formativa” en tanto que: “provee a las familias del idioma utilizable a la hora de la solemnidad y de las tormentas emocionales; refrenda las prohibiciones de la moral al uso; condiciona la psicología conveniente en las crisis del alma y en los avatares de la honra; adiestra en las reacciones convenientes en las disyuntivas entre el Bien y el Mal; ofrece las fórmulas verbales adecuadas en el proceso amoroso y la convivencia familiar, los bloques expresivos a emplearse en el caso de pasiones, tragedias, métodos de expiación, dudas que desembocan en la canallez o el sacrificio, obediencia a los padres o enfrentamientos dramáticos con ellos, cuidados de la honra, heroísmos de la desdicha”[8].


Algo así, una consideración de lo melodramático, en sus distintas variantes, como un componente esencial de nuestra educación emocional, es lo que me propongo en las páginas que siguen.


1.- Algunas historias y algunas citas para comenzar

Puesto que lo que interesa aquí no es tanto el melodrama como los lenguajes de los emociones, lo que podríamos llamar las “gramáticas de los sentimientos”, comenzaré contando algunas historias y transcribiendo algunas citas que permitan dar un contexto más amplio a ese tratamiento “ejemplar” de lo melodramático que desarrollaré más adelante.


La primera historia es la siguiente: el año pasado, a petición de los estudiantes, organicé en mi Facultad un taller de escritura de cartas de amor que titulé con el famoso verso de Álvaro de Campos “todas las cartas de amor son ridículas”[9]. Con ese título pretendía producir una cierta distancia irónica respecto a una retórica para la expresión de los sentimientos amorosos que podía ser trabajada como un juego, sin connotaciones demasiado íntimas o demasiado personales. No se trataba de hablar de los sentimientos amorosos, sino de jugar con una cierta retórica sentimental cuyo carácter un tanto demodé, un tanto ridículo, un tanto adolescente, estaba anunciado ya en el poema con el que se acotaba el planteamiento mismo del taller. La noche anterior a la primera sesión del taller, le conté el proyecto a mi hijo, que entonces tenía 19 años. Manuel me miró de arriba abajo, con esa condescendencia con la que suelen mirarnos nuestros hijos, como enternecido por tanta estupidez (o por tanta ingenuidad), y me dijo lo siguiente: “mira Jorge, hoy es más fácil decirle a una chica que te gustan sus tetas que escribirle una carta de amor... además, ¿para qué sirve una carta de amor sino para decirle que te gustaría tocarle las tetas?”


Además de mostrar las complejas relaciones que el amor y el sexo tienen en nuestra época (relaciones que se establecen hoy en día a partir de su feliz separación después de mucho tiempo de identificación normativa), además de mostrar un biologismo de cartilla, un naturalismo que se disfraza de “naturalidad”, eso de que lo que llamamos amor no es otra cosa que la sublimación de un deseo sexual, eso de que hay que llamar a las cosas por su nombre, sin disfraces románticos, sin “literatura”, y de que hay que comportarse también de la misma manera, además de todo eso, creo que podríamos ver en el tajante comentario de mi hijo varias cosas que nos pueden interesar aquí. Primero, una censura de la sentimentalidad amorosa, la emergencia de un nuevo moralismo que no está dirigido a la represión del sexo, sino a la represión del sentimentalismo. La cita es, otra vez, de Roland Barthes y dice así: “inversión histórica: no es ya lo sexual lo que es indecente, es lo sentimental –censurado en nombre de lo que no es, en el fondo, sino otra moral”[10]. Podríamos ver también, en segundo lugar, una cierta desconfianza hacia lo emocional, la percepción, ahí, de un cierto peligro. Como si lo que tuviera que ver con el sexo fuera “normal”, seguro e inofensivo, como si no fuera otra cosa que lo que es, mientras que lo que implica la puesta en escena de los sentimientos enciende todas las alarmas que señalan la posibilidad de la aparición de ciertos “problemas” que no pueden ya encararse con la simplicidad de una respuesta sexual, y aquí es indiferente que esa respuesta sea positiva o negativa, sino con toda la complejidad de una elaboración emocional que, obviamente, debería ser significada y negociada de un modo compartido. Podríamos ver además, me parece, un cierto miedo a un lenguaje sentimental que podría ser tomado como un síntoma o una expresión de fragilidad. Como si la confesión sentimental que implica una carta de amor nos construyera públicamente como una subjetividad anhelante caracterizada por su debilidad, por su dependencia, por su inseguridad, por su falta de solidez, de fuerza y de autonomía. Y podríamos ver también, en cuarto lugar, un cierto agotamiento del lenguaje sentimental recibido, ese que aún es, tal vez, el nuestro. De hecho, cada generación tiene que declarar como impronunciable el lenguaje de las generaciones anteriores y tiene que inventar o re-inventar su propio lenguaje para las emociones. Como si esos lenguajes, como todos los lenguajes, experimentara un proceso de desgaste más o menos acelerado y hubiera que renovarlo una y otra vez. No sé si las cartas de amor son ridículas, pero, desde luego, las cartas de amor de nuestros hijos no tienen nada que ver con las nuestras, igual que las nuestras no tienen nada que ver con las de nuestros padres.

 

La segunda historia me la contó una amiga. Resulta que engañó a su marido para pasar unos soleados días de playa y sexo con otro hombre y, el primer día, el marido se enteró de la mentira, la llamó por teléfono al móvil y cuando ella reconoció lo que estaba pasando, se puso a llorar. Incapaz de cualquier sentimiento de culpa, mi amiga me dijo: “a mí esas lágrimas, la verdad, me daban risa”. Y, un poco después: “siempre he sospechado de esas formas hipócritas de llorar que, más que expresar sentimientos, parece que están dirigidas contra ti, como si fueran armas de guerra”.

 

La extraordinaria perspicacia de Barthes sobre las múltiples imposibilidades del lenguaje amoroso en nuestra época ya había previsto el carácter ridículo del enamorado celoso y, por tanto, la risa de mi amiga: “como celoso, sufro cuatro veces: porque estoy celoso, porque me reprocho el estarlo, porque temo que mis celos hieran al otro, porque me dejo tomar por una banalidad: sufro por ser excluido, por ser agresivo, por ser loco y por ser común”[11]. Pero ella no sentía sólo lo risible de esas lágrimas (algo, además, que tiene que ver con su propia historia personal en relación a los distintos “abandonos” que han atravesado su vida, en relación al modo como ella misma ha elaborado sus propias pérdidas) sino también, y sobre todo, una cierta falsedad, una cierta pose, una cierta impostura. Quizá eso que el mismo Barthes, en el mismo párrafo de la cita con la que he encabezado este texto, llama “chantaje”. Sin duda, las experiencias emocionales previas de mi amiga la habían hecho particularmente sensible a los efectos de poder que están muchas veces implícitos en ciertas “teatralizaciones” sentimentales orientadas a conmover al otro y, en definitiva, a hacerlo entrar en vereda. De hecho, como veremos después, el exceso dramático, o melodramático, ha constituido un formidable y poderosísimo dispositivo para la defensa de ciertos valores y para la normalización de ciertos comportamientos. Hay ciertas maneras de “echarse a sufrir” o de “ponerse a llorar” que, a través de una determinada teatralización de la fragilidad, funcionan como potentes mecanismos para forzar conductas y respuestas. Lo que hay de poder en “el poder de las lágrimas”, sobre todo en aquellas que, aparentemente, nosotros mismos producimos, puede ser percibido en muchos sentidos. Hay toda una hermenéutica de los gestos emocionales, enormemente complicada por cierto, que no sólo se refiere al significado de esos gestos, sino también a su pragmática, a la consideración de qué es lo que hacen, o lo qué es lo que quieren hacer, con nosotros. Y tal vez la capacidad de interpretar las lágrimas ajenas y de ajustar nuestra respuesta a esa interpretación forma parte esencial de lo que podríamos llamar la educación de nuestra sensibilidad emocional.

 

Hasta aquí dos historias que tienen que ver con las dificultades de los lenguaje del amor y del desamor en tanto que esos lenguajes nos ponen en escena (en relación a otros) de una manera particular y, al mismo tiempo, nos comprometen a escenificar respuestas (dirigidas a otros) también particulares. Dos historias que tal vez nos puedan ayudar a señalar algo sobre las paradojas de los lenguajes emocionales: el lenguaje del amor en una carta de amor y el lenguaje de los celos en una dramatización corporal con lágrimas. La tercera historia no tiene que ver con sentimientos que se dirigen a otros, como el amor o los celos, sino con un sentimiento mucho más privado: la soledad. Y no se refiere tanto a la comunicación de los sentimientos, sino a lo que podríamos llamar la autoescenificación de los mismos. Mi tercera historia tiene que ver con lo que podríamos llamar el “sentirse solo a solas”.

 

La cita que quiero considerar forma parte de una película de Wim Wenders, escrita por Peter Handke, que se titula Falso Movimiento. El grupo protagonista entra, por error, en una casa de campo, y son recibidos por un industrial que estaba a punto de suicidarse. El industrial los invita a pasar y, durante la velada, junto al fuego, pronuncia dos monólogos, uno sobre la soledad y otro sobre el miedo. El que me interesa es el primero de esos monólogos, el que pronuncia ante todo el grupo, y que dice así: “quisiera hablar de la soledad. La mayor parte del tiempo, pienso que no existe. Es, más bien, un sentimiento artificial producido desde el exterior. Un día estaba sentado aquí, en este cuarto, en una profunda apatía. En el cenicero estaban las colillas del día anterior. Pensé que era ahí mismo donde estaba sentado ayer. Ayer estaba sentado ahí, y hoy aquí. Representarme a mí mismo de ese modo me ha tocado de tal modo que creí que me acariciaban. La soledad era eso. Yo estaba orgulloso a fuerza de soledad, transportado de soledad, inundado de soledad. De una manera igualmente artificial, fabriqué la soledad una noche en que estaba sentado, en la terraza. Bebía una botella de vino y el tiempo pasaba sin esfuerzo. Entonces algunas personas pasaron por delante de la cerca del jardín y me miraron. Qué solo que debo parecerles, pensé yo, y enseguida me sentí de nuevo hundido en esa soledad artificial dirigida desde el exterior. La soledad no es otra cosa que un estado de cosas teatral que nace en el instante en que uno se siente el actor de sí mismo, más irritante que dolorosa, un espantajo ante mi atonía. Esa profunda y tibia atonía de espíritu, para nada artificial, se me aparecía como un atributo de la verdad. Por tanto, es en esos momentos hipócritas de soledad en los que me siento renacer. Esa es la paradoja de la soledad: lo que me inunda, entonces, es el sentimiento de estar protegido”[12].


La cita de Handke alude a un sentimiento teatral y que, por tanto, depende de su teatralización, en el que uno es a la vez el actor y el espectador de sí mismo. Un sentimiento cuya fuerza depende de su propia puesta en escena que, en la primera ocasión, depende de la percepción de un elemento escenográfico y captado precisamente como escenográfico (el cenicero lleno de las colillas del día anterior) y, en la segunda ocasión, del paso de algunos observadores causales de los cuales se presume una cierta “lectura” de la escena que se despliega ante sus ojos (“¡qué sólo debo parecerles!”). En ambas ocasiones, lo que no es sino una atonía o una apatía emocional, la ausencia de emociones en definitiva, un estado que, según Handke, está cerca de la verdad, se convierte en un sentimiento artificial e inducido que ocupa y a la vez enmascara el espacio emocional vacío del industrial  (que puede sentirse así “transportado de soledad, inundado de soledad”). Como si fuese la representación de la soledad la que fabricase el sentimiento de soledad, y no a la inversa. Y como si ese sentimiento de soledad teatralmente fabricado fuese capaz de recubrir, falseándolo, un estado emocional caracterizado por la ausencia de emociones (valga la paradoja).

 

A lo mejor podríamos acabar esta sección con un par de poemas, o de pensamientos, de D. H. Lawrence que daré en la magnífica traducción de Rafael Cadenas. El primer poema se titula Emociones cerebrales y dice así:


“Estoy harto de las emociones cerebrales de la gente

nacidas en sus mentes y forzadas por la voluntad

a sus pobre cuerpos en desorden.

Gentes sintiendo cosas que piensan sentir, que tienen la intención de sentir,

ellas las quieren sentir,

precisamente porque no las sienten”.[13]

 

El segundo poema se titula A las mujeres, por lo que a mí respecta:


“Los sentimientos que no tengo no los tengo.

Los sentimientos que no tengo no diré que los tengo.

Los sentimientos que uno dice que tiene, no los tiene.

Los sentimientos que te gustaría que ambos tuviéramos ninguno de los dos los tenemos.

Los sentimientos que la gente debe tener, nunca los tiene.

Si la gente dice que tiene sentimientos, Ud. Puede estar seguro de que no los tiene.

Si quieres, pues, que tú o yo sintamos algo

es mejor que abandones toda idea de sentimientos”.[14]

 

Tenemos aquí un tratamiento muy perspicaz y muy nítidamente formulado sobre la obligatoriedad de ciertas emociones. Emociones que surgen del pensamiento, del lenguaje y, en definitiva, de la obligación y de la voluntad. Como si hubiera un “deber” sentimental (los sentimientos que se deberían tener), un “decir” sentimental (los sentimientos se dirían tener), un “creer” sentimental (los sentimientos que se “creería” o se “pensaría” que se tienen) y un “querer” sentimental (los sentimientos que se gustaría tener, o que se querría tener) que constituyen como una especie de cortina retórica que no sólo falsifica o encubre la ausencia de sentimientos, sino que, en realidad, incapacita para cualquier sentimiento en el mismo momento en que produce y realiza una cierta “idea” del sentimiento.


Quizá podríamos decir, para concluir, que las dos historias y las dos citas que he situado como pórtico de este trabajo tienen en común la denuncia de un cierto exceso y de una cierta estereotipación. Como si nos alertaran de los peligros de una cierta falsificación emocional que estaría siempre latente en cualquier desmesura de la expresión o de la teatralización emocional. Y el melodrama puede considerarse, precisamente, como la retórica del exceso y del estereotipo emocional.

 

2.- El melodrama y la (de)formación de nuestras emociones

El melodrama recibe su nombre de una mezcla de música y drama nacida en el barroco. Se trataba de un género eminentemente popular, ligado al circo y al entretenimiento plebeyo, en el que una trama sencillísima desencadenaba situaciones elementales cuyas tonalidades emocionales estaban subrayadas por la música. José Ignacio Cabrujas, uno de los fundadores de la telenovela latinoamericana “de calidad”, lo explicaba así en un curso célebre: “botan a una muchachita de su casa porque quedó embarazada. Ella no tiene donde vivir; vemos en el escenario al padre botando a la niña y gritándole tres o cuatro palabras mientras suenan los timbales y ella dice: ¡no papá, no me botes! Entonces comienza a sonar una flauta dulce –mientras ella camina triste por el lugar- que acentúa el drama que ella está viviendo, sus sentimientos de tristeza. Y cuando vuelve a aparecer el papá, suenan los timbales”[15]. De todos modos, independientemente de esa puesta en escena tan barata, tan sin sustancia, creo que debemos retener de aquí dos cosas. Primero el carácter popular del melodrama, su simplicidad argumental y temática, su falta de refinamientos, la manera como se coloca, sin ninguna vergüenza, en lo más cercano a la experiencia común, al sentido común, a lo que es más inmediatamente identificable por un público masivo al que no se le pide ningún esfuerzo de interpretación. Y debemos retener, también, el papel de la música como un comentario o un subrayado emocional, algo que la televisión y el cine (cada vez más próximos en lo que está siendo llamado “la constelación audiovisual”) usan con plena conciencia para la creación de una atmósfera sentimental: una música tramposa que nos transmite inmediatamente las emociones de los personajes y que provoca, por sí misma, una potentísima identificación emocional. El mismo Cabrujas insiste en ello cuando habla de las manipulaciones sentimentales del cine del primer Chaplin, ese cine hecho de argumentos patéticos, como el de la muchachita ciega que recupera la vista y se va con otro, o el del chico al que se lleva la policía: “¿qué es lo que nos hace llorar? Vemos a aquel niñito que Chaplin ha recogido y que le quieren quitar en esa escena fabulosa, increíble, cuando la policía le quita el niño y Chaplin se sube por los tejados buscándolo. Entonces oímos aquel carrito que suena y el pianito, que nos crea una gran emoción, y el drama con la melodía se nos enreda en el sentimiento”[16].


Tal como ha llegado a nuestros días, el melodrama es hijo del descubrimiento (o de la fabricación) romántico de la subjetividad sentimental moderna. De ahí que, aunque tenga raíces más antiguas, la historia del melodrama pueda comenzar con las novelas y los dramas románticos tal como fueron asumidos y reformulados más tarde por los modos realistas y naturalistas, muchas veces folletinescos, de representar la sociedad, las desventuras de los individuos, y sus entramados sentimentales. De hecho, si los argumentos del melodrama moderno tienden a ser realistas (o, quizá, por lo excesivo, hiperrealistas o, como dice Cabrujas, no tanto un “análisis de la realidad, sino una peripecia incrustada en la realidad”[17]), las raíces de la música melodramática siguen siendo románticas. Otra vez Cabrujas hablando, esta vez, de Puccini: “¿qué hay en esa música? Pienso que es el compositor ideal que nosotros hubiésemos soñado tener para la música que acompaña las telenovelas. ¿Qué hay en él? Una manipulación melódica que apela a los sentimientos más elementales”[18].


Sobre la cuestión de la combinación entre “realismo” y “romanticismo” en el melodrama (fundamental para captar el modo como construye las emociones) quizá pueda ser interesante la figura y los métodos de composición del escritor de radioteatro Pedro Camacho tal como lo dibuja Mario Vargas Llosa en La tía Julia y el escribidor, una novela publicada por primera vez en 1977 que, como dice Vagas Llosa en el prólogo “me la sugirió un autor de radioteatros que conocí de joven, del que sus melodramáticas historias me devoraron el seso por un tiempo. Para que la novela no resultara demasiado artificial, intenté añadirle un collage autobiográfico: mi primera aventura matrimonial (...). El melodrama ha sido una de mis debilidades precoces, atizada por las desgarradoras películas mexicanas de los años cincuenta, y el tema de esta novela me permitió asumirlo sin escrúpulos. Las sonrisas y burlas no llegan a ocultar del todo, en el narrador de este libro, a un sentimental propenso a los boleros, las pasiones desaforadas y las intrigas de folletín”[19]. En esa operación de hacer literatura culta con las bases de la literatura popular, la novela de Vargas Llosa podría leerse como un melodrama sobre el melodrama, como una novela que usa unas formas de composición melodramáticas a la vez que toma distancia de ellas. Y para ello, nada mejor que contrastar a un narrador que quiere ser escritor, que acaba de descubrir a Borges, y que vive una serie de enredos sentimentales más o menos truculentos, con un verdadero escritor de radionovelas.


Pedro Camacho, un boliviano que odia a los argentinos y que ha sido transplantado a Lima para competir con las radionovelas cubanas, es presentado como “el hombre más afectado y el más sincero del mundo”[20], y tal vez el melodrama pueda caracterizarse con esa mezcla de afectación y sinceridad, con esa extraña combinación entre un lenguaje sentencioso, solemne, teatral y altamente artificial con una evidente falta de pudor, de contención y de recato en lo que atañe a la expresión de lo más íntimo. Contrastando con el silencio, el aislamiento y el recogimiento del escritor burgués, Pedro Camacho escribe desde el amanecer hasta la noche en un cubículo mínimo y ruidoso que está prácticamente en la calle. Y eso le hace decir: “yo escribo sobre la vida y mis obras exigen el impacto de la realidad”[21], aunque dicha realidad no sea otra cosa que la atmósfera sensible de una ciudad caótica, ruidosa, agitada y maloliente. La misma, seguramente, en la que viven la mayoría de sus oyentes. Un poco más adelante, Pedro Camacho muestra un plano de la ciudad de Lima clavado con chinchetas en la pared y lleno de colorines, figuras e iniciales. Para justificar ese extraño mapa, el escribidor reitera el supuesto realismo de su método de escritura: “yo trabajo sobre la vida, mis obras se aferran a la realidad como la cepa a la vid. Para eso necesito el mapa, quiero saber si ese mundo es o no es así”[22]. Enseguida sabremos lo que significan las iniciales: Alto Abolengo o Aristocracia Afortunada, Mesocracia Profesional y Amas de Casa, Vagos Maricones Maleantes, Marineros y Pescadores, Fámulas Operarios Labradores Indios. Y enseguida añade: “no me interesa toda la gente que compone cada barrio, sino la más llamativa, la que da a cada sitio su perfume y su color. Si un personaje es ginecólogo debe vivir donde le corresponde y lo mismo si es sargento de policía”[23]. Obviamente, lo que le interesaban más eran los extremos, millonarios y mendigos, blancos y negros, santos y criminales: “soy hombre que odia las medias tintas, el agua turbia, el café flojo. Me gustan el sí y el no, los hombres masculinos y las mujeres femeninas, la noche o el día. En mis obras siempre hay aristocracia o plebe, prostitutas o madonas”[24]. La realidad, el mundo, esa vida a la que se aferra la escritura de Camacho, no es otra cosa que una serie de estereotipos sociales bien delimitados, que han sido fijados en un mapa construido según rasgos y fronteras que no admiten ninguna ambigüedad. Para sacar los nombres de sus aristócratas (“para los otros me bastan las orejas; los plebeyos los recojo del arroyo”[25]), es suficiente con un boletín de socios del club más exclusivo de la ciudad. El otro instrumento del escribidor es un libro titulado “Diez Mil Citas Literarias de los Cien Mejores Escritores del Mundo. Lo que dijeron Cervantes, Shakespeare, Moliere, etcétera, sobre Dios, la Vida, la Muerte, el Amor, el Sufrimiento, etcétera”[26]. Por último, el escribidor tiene una maleta con “una peluca de magistrado inglés, bigotes postizos de distintos tamaños, un casco de bombero, una insignia de militar, caretas de mujer gorda, de anciano, de niño estúpido, la varita del policía de tránsito, la gorra y la pipa del lobo de mar, el mandil blanco del médico, narices falsas, orejas postizas, barbas de algodón..”[27]. Preguntado por el uso de todos esos objetos, el escribidor proclama: “¿qué cosa es el realismo, señores, el tan mentado realismo qué cosa es? ¿qué mejor manera de hacer arte realista que identificándose materialmente con la realidad?”[28]. Pedro Camacho construye la “realidad” de sus radionovelas desde un lugar de escritura situado prácticamente en la calle, desde un mapa de la ciudad hecho de estereotipos, desde una lista de nombres de la aristocracia local, desde un baúl de disfraces de teatro, y desde un libro de frases sonoras. Con todos esos ingredientes, que el escribidor toma como realidad aunque son el colmo de la afectación y de lo artificial, Pedro Camacho es capaz de construir la máxima sinceridad, el máximo efecto de verdad, el máximo desgarramiento emocional, “las ilusiones y las emociones que ayudan a vivir”[29]. O, incluso, las ilusiones y las emociones que constituyen la verdadera vida sentimental de la gente. Ante la pregunta de si su vida sentimental ha sido muy rica, el escribidor responde: “Muy rica, sí, pero yo no he amado nunca a una mujer de carne y hueso”[30].


Desde ahí, desde esa asociación entre escenas emotivas y músicas sensibleras, y desde esa combinación entre un cierto realismo (altamente estereotipado) y un cierto romanticismo (solemne, rimbombante, efectista y novelesco), el melodrama atraviesa la cultura popular de los siglos XIX y XX: la poesía, el teatro, las canciones populares (el bolero, el tango, el fado, la copla), el radioteatro, las novelas por entregas, las fábulas de pueblo y de barriada, el cómic, el cine y, finalmente, la televisión, donde se instala de un modo eminente en las telenovelas.


Antes de esbozar algunos episodios de su historia, voy a proponer algunos de sus rasgos definitorios.

  • En primer lugar, personajes estrictamente definidos, puros, esenciales, sin matices, y definidos además en términos maniqueos de buenos y malos; entre esos personajes debe haber una víctima, preferentemente una mujer, un niño, un enfermo; también algunos personajes populares dotados de cierta vis cómica que permita relajar, en ocasiones, la solemnidad de la acción principal.
  • En segundo lugar, pasiones extremas, sentimientos poderosos y esquemáticos: el amor tiene que ser extremo y sin vacilaciones, el odio tiene que ser a muerte, la ambición tiene que ser absoluta, la renuncia tiene que ser total.
  • En tercer lugar, una intriga plagada de quiebros catastrofistas o providenciales, no importa si no son demasiado verosímiles, y que tenga que ver con el triunfo del bien sobre el mal (o del mal sobre el bien).
  • En cuarto lugar, un modo de representación sensible y demostrativo, que apela a la sensibilidad más que a la reflexión, y que se dirige a conseguir respuestas netamente emotivas: el amado aparece y ella llora de alegría; el amante no llega y ella espera en la ventana con una música que subraya su impaciencia y su ansiedad; el amante la abandona y ella, traicionada y desesperada, se arroja por la ventana. El elemento melodramático debe estar construido corporalmente, con gestos y miradas, o materialmente, a través de la acción de los personajes, y por eso, aunque también se hable mucho, los sentimientos deben entrar básicamente por los sentidos, por los ojos y por los oídos.
  • Para resumir, y citando otra vez a Peter Brooks, el melodrama se caracterizaría por “la presencia de fuerte emocionalismo; la esquematización y polarización moral; formas de ser, situaciones y acciones extremas; villanía manifiesta; persecución de la riqueza y recompensa final de la virtud; expresión inflamada y extravagante; tramas oscuras, suspense y una peripecia que quita el aliento”[31].


La poesía romántica de carácter popular está presente en la vida cotidiana de las clases medias españolas y latinoamericanas desde mediados del siglo XIX. Uno de sus temas esenciales es el amor puro, desinteresado y sin esperanzas, uno de los motivos que el melodrama desarrollará hasta el desvarío. Y la poesía modernista, menos grandilocuente, menos enardecida, conservará temas y argumentos que podemos calificar de melodramáticos por su énfasis en lo sentimental y por su particular gestualidad expresiva: raptos de soledad, suspiros en jardines teñidos por la luz del atardecer, lamentos por la ausencia de un ser amado.


Pero si la poesía es la que genera los énfasis del idioma y las frases sonoras y memorables, el teatro es el que dota al melodrama de un lenguaje corporal lleno de desmesuras y altamente estereotipado. Son los grandes actores y las grandes actrices los que construyen todo un sistema de gestos espasmódicos y ampulosos hecho de manos crispadas, ojos desorbitados y levantados al cielo, genuflexiones desesperadas, brazos abiertos en despedidas o reencuentros, muecas de envidia o de ambición, rostros que se rebajan arrastrados por la humildad o que ascienden transportados por la soberbia, posturas rígidas representando la honra, machismos de ojos llorosos, cabellos agitados por el viento de la pasión.


Como dice Carlos Monsiváis: “en el teatro, cada gesto es admisión de culpa, dramatización de maldad o expresión de virtud, y cada inflexión de la voz proclama la rebeldía o el sometimiento desgarrado a la sociedad”[32]. Por eso, el melodrama mezcla inextricablemente sentimientos y valores. Hay en lo melodramático una ideología visceral, una ideología en acto, en carne viva, en tanto que los infortunios y la redención de los personajes tienen que ver, muy frecuentemente, con la aceptación o el rechazo de los valores morales y de las normas sociales más poderosos. Detengámonos un poco en ese carácter moral (y, por ende, político) del  melodrama para mostrar, también, su ambigüedad.


El cine de la época de oro del melodrama cinematográfico latinoamericano (especialmente mexicano, entre 1930 y 1950, por indicar el país que exporta más cine a toda América latina, y también a España, y por marcar un cierto periodo histórico) pone en escena dos temas que subrayan los límites de la conducta femenina aceptable: la prostitución y el adulterio. Se enfrentan así la virgen abnegada con el objeto de deseo sexual, y la esposa ejemplar con la mujer casquivana. Los argumentos, como no podría ser de otro modo en una época dominada ideológicamente por la iglesia católica y por el patriarcado más tradicional, predican el conformismo a través de enredos de carácter explícitamente admonitorio estructurados por la tríada de la transgresión, la culpa, el castigo y el arrepentimiento. A veces, la transgresión está doblada de generosidad o de circunstancias sociales terribles en  las que la virgen deja de serlo por ayudar a los suyos o la esposa fiel es forzada al adulterio por la maldad de un hombre que la obliga. Las pecadoras son, casi siempre, víctimas de la perfidia ajena o juguetes del destino. Y, en casi todos los casos, se pone en escena un final trágico en el que la prostituta o la adúltera se convierten en deshechos humanos abandonados y despreciados por todos. Si, al final, la prostituta encontrase trabajo y se casase con un buen hombre, o la adúltera recibiese la comprensión de algunos y la oportunidad de volver al hogar y rehacer su vida, es decir, si el drama terminase con un episodio de refamiliarización, obviamente no tendrían que suicidarse, pero si no se suicidasen ¿dónde estaría la catarsis emocional, dónde el arrepentimiento en cabeza ajena, dónde esa mezcla explosiva de compasión y reprobación? La moral de las historias no puede ser más explícita: el cinturón de castidad impuesto a las esposas y a las hijas. La norma de la fidelidad y de la virginidad se rompe, o se viola, pero no se discute. Lo que se pone en escena es, precisamente, la moral de la monogamia y de la honra familiar: los puteros compadecen y desprecian a las prostitutas, los adúlteros empecinados se horrorizan ante la mujer que engaña a su esposo, los tribunales familiares expulsan a las pecadoras. De alguna manera, son los juicios morales irrebatibles e irrebatidos los que traman el tejido de las desdichas, los que organizan el teatro de las emociones, y los que desencadenan la orgía de las lágrimas[33].


Sin embargo, al mismo tiempo que ese cine trama relatos explícitamente moralistas y reaccionarios, no renuncia a atraer al público con el incentivo implícito de mostrar lo prohibido y, por tanto, de hacerlo deseable. El cine alaba visualmente lo que condena moralmente. Su éxito se deriva tanto de la puesta en escena de los dramas del pecado, el arrepentimiento y el final trágico (o feliz), como de los espectáculos de burdel o de alcoba en los que se hacen deseables los cuerpos marcados por la transgresión y la exclusión. Las figuras que encarnan lo negado se exhiben en rostros hermosos, en espaldas desnudas, en escotes generosos, en piernas cruzadas con voluntad de seducir, en miradas insinuantes, en prendas que subrayan lo que ocultan, y en provocativos movimientos de caderas. Así, el frenesí moralista y moralizante convive con otro frenesí menos edificante, con la estetización del cuerpo deseable y con el morbo del voyeur, y los fluidos lacrimales en los que se mezcla la compasión y la condena no evitan los estremecimientos genitales en los que se expresa el deseo. Las imágenes no siempre son emisarias dóciles de las moralejas intimidatorias, sino que poseen un alto grado de autonomía. Por eso, el melodrama apuntala por un lado las normas y los valores dominantes mientras que, por otro lado, si consigue burlar los acosos de la censura, escenifica minuciosamente los cuerpos de la tentación. La cárcel, la enfermedad, el suicidio o la miseria son el resultado de la transgresión de la decencia familiar pero, al mismo tiempo, la pantalla se encarga de glorificar aquello que condena. El medio desborda el mensaje, la carga erótica de las imágenes subvierte las lecciones de moral, y el cine rechaza la vida fuera de la norma al mismo tiempo que siembra las apetencias sexuales. Una cultura visual de la seducción (que finalmente se convertirá en dominante) se va superponiendo a unos sermones patriarcales y religiosos cada vez más anacrónicos y, de ese modo, el melodrama contribuye a la erosión de la moral que defiende, a la alabanza de unas normas en vías de extinción y a la fustigación de una liberalización que, en rigor, contribuye a promover[34].


La época dorada del cine “popular” es, también, la época del apogeo de la radio. Y la radio, además de difundir el radioteatro o la radionovela, es el medio en el que se construye la industria de la música popular, también atravesada por el “romanticismo” y el melodrama. En ese contexto, quizá uno de los ejemplos privilegiados de esa ambigüedad moral de lo melodramático sea la música popular, en especial el tango y el bolero, con su impecable cursilería, su sinceridad a flor de piel y su sentimentalidad delirante. Una música, además, que también entrará en el cine como un elemento dramático insustituible. El bolero melodramático, en la figura fundamental de Agustín Lara, propone una expresión febril de los padeceres amorosos de un modo que, sin contravenir directamente las convenciones sociales, escenifica y embellece ese mundo a veces marginal y bohemio, a veces exquisito y glamouroso, en el que se da el terrible y a la vez maravilloso pecado del amor. Lara expresa una distancia cierta que ya no podrá cerrarse entre los modos populares de la pasión y una moral aún dominante pero ya impracticable. Frente a la sumisión a la moral familiar y al recato sentimental, frente a la hegemonía de los espías de confesionario y de los pacatos representantes de la pequeñez rural y provinciana, el bolero (y también el tango) expresa las tensiones morales y emocionales que viven las desarraigadas masas ciudadanas. Mediante una interesante inversión valorativa, llena de ambigüedades, la música popular reivindica los bajos fondos de las ciudades y los ángeles caídos que los habitan. Al tiempo que las compadece y las cubre de reproches, la música popular ensalza, espiritualiza y embellece a las pecadoras y “romantiza” el pecado. La mujer amada ya no es una figura asexuada e inexpresiva, sino el cuerpo mismo de la tentación. El escenario del romance ya no es el rancho o la fiesta inofensiva, sino el cabaret o el burdel. La familia monógama ya no es el único lugar posible para la vida afectiva, sino el reino de la monotonía emocional que nunca podrá competir con el brillo apasionado de las relaciones no conyugales. Sólo en lo extramatrimonial se encuentran las experiencias enloquecedoras. La prostituta ya no es la mujer mancillada por la pobreza o la debilidad de carácter, sino la doncella a la que el amor devuelve todas sus virtudes. La virtud también florece en el fango y el amor redime finalmente a los pecadores. Frente a la pudibundez del drama moralizante clásico, hay en el bolero (y en el tango) una música notablemente sensual y una letra que embellece la transgresión de las normas y de los valores que dicen defender.


Además de esa ambigüedad moral entre la norma afirmada y la transgresión sugerida y convertida en deseable, hay en la música popular una enorme hipocresía social. Las prostitutas ideales desvanecen la sordidez de la explotación sexual y económica de millares de mujeres. Y, gracias a su transfiguración melodramática, lo ominoso de la prostitución y lo obsceno de las sevicias sexuales en que se realiza, se convierten en adoraciones frenéticas, apasionadas declaraciones de amor y toda una sublimación y mitologización de la vida nocturna hecha de mujeres bondadosas marcadas por la fatalidad, hombres débiles atrapados en el fuego de pasiones devoradoras, rostros embrutecidos por el alcohol y marcados por la pena, policías buenos y prostitutas solidarias, joyas y pieles junto a los lechos de las malvadas, peticiones de perdón en el momento posterior al balazo traicionero, abismos de dolor y nubarrones de melancolía, instantes fugaces de felicidad clandestina. A través de su exceso emocional, el melodrama sigue contribuyendo a la mistificación social de una cierta marginalidad tolerada que convierte en románticas “noches de ronda” lo que, en realidad, son prácticas y relaciones de explotación y de humillación para nada poéticas.


Defendiéndose del trato despectivo de “cursi” que ha recibido durante dos décadas, y después de confesar que ha amado a docenas de mujeres, que ha dado miles de besos, que ha gastado fortunas en seducir y contentar a mujeres hermosas, y que sus manos están desgastadas de tanto acariciar cuerpos espléndidos, Lara declara: “soy ridículamente cursi y me encanta serlo. Porque la mía es una sinceridad que otros rehuyen... ridículamente. Cualquiera que es romántico tiene un fino sentido de lo cursi y no desecharlo es una posición de inteligencia. A las mujeres les gusta que así sea y no por ello voy a preferir a los hombres. Pero ser así es, también, una parte de la personalidad artística y no voy a renunciar a ella para ser, como tantos, un hombre duro, un payaso de máscaras hechas, de impasibilidades estudiadas. Vibro con lo que es tenso y si mi emoción no la puedo traducir más que en el barroco lenguaje de lo cursi, de ello no me avergüenzo, lo repito, porque soy hombre bienintencionado”. Y, enseguida, expresando claramente la ambigüedad entre la aceptación de la convención moral y la celebración apasionada de la vida: “Quiero morir católico, pero lo más tarde posible”[35]. La exaltación melodramática del bolero es cursi, si duda, al menos para las clases sociales letradas y más sofisticadas cultural e intelectualmente, pero construye un lenguaje para la “sinceridad” popular y para la expresión de emociones primarias mucho más eficaz y poderoso que todas las distancias irónicas y todas las cautelas culturales del refinamiento ilustrado.


A la ambigüedad moral del melodrama a la que me he referido anteriormente, se añade su ambigüedad política, su siempre imperfecta complicidad con lo políticamente hegemónico. Román Gubern señala que el melodrama “tiende tozudamente hacia el conservadurismo”[36] no sólo por su carácter enfático y por su uso reiterado del pleonasmo, sino sobre todo por constituir una respuesta exclusivamente psicológica y compensatoria, lo que él llama un “lamento de sumisión”[37], a la fragilidad social de los sujetos modernos. Pero, al mismo tiempo, si lo analizamos desde el punto de vista de la recepción, desde las formas de apropiación y resignificación que hacen los consumidores, la situación aparece menos clara. Nunca pueden controlarse las modalidades de recepción de los textos culturales y, muy a menudo, los usos sociales del melodrama traicionan los objetivos de sus productores y de sus patrocinadores. Además, no está claro que se puedan subestimar las dimensiones psicológicas puestas en juego por el espectador: carencia emocional, placer, goce. En un estudio sobre los orígenes del cine, Ben Singer señala que el melodrama “atribuyó sencillez ética y legibilidad al mundo, convirtiéndolo en un lugar más seguro, si no en términos sociales y económicos, sí al menos en términos psicológicos”[38]. En cualquier caso, el melodrama, al concitar un juego de emociones que tienen que ver con la condición social de las masas urbanas, puede funcionar, y de hecho funciona, como el disparadero de exigencias de reconocimiento y, a veces, de demandas de justicia.


Ese fenómeno puede mostrarse, en el cine español de posguerra, en la elección de ese lenguaje fílmico tanto por los cineastas más reaccionarios del régimen franquista como por los representantes de las disidencias críticas neorrealistas de los años 50[39]. En ambos casos, la mujer es central en la representación convencional de la familia y en las reacciones emotivas provocadas por la serie de las desdichas. Pero, si en el cine más conservador, simplemente se dramatizan los peligros que se derivan de apartarse de unos modelos de comportamiento virtuosos y pretendidamente naturales, en el cine de la disidencia el sentimentalismo femenino y el universo moral maniqueo son el envoltorio de una crítica social y política que se dirige a otros frentes. Además, e independientemente de que las estructuras narrativas tiendan o no a sancionar el orden establecido, el lenguaje excesivo del melodrama y su poderosa puesta en escena de los sentimientos fractura, a veces, ese orden y lo pone en cuestión. En ese sentido, Annabel Martín habla del melodrama como de “una epistemología del grito, es decir, una forma de conocer y de aprehender el mundo bajo las coordenadas de lo hiperbólico, pero de un grito que otorga una cara política a la disonancia y al reclamo de justicia”[40]. O, en otro lugar: “Vista desde arriba, desde las esferas del poder, es notoria la manera como la cultura de masas sirve de intermediaria entre las hegemonías políticas y la cultura popular. Con sus discursos binarios y esencialistas, el melodrama crea un foro para el establecimiento de consensos sociales acríticos que legitiman los sistemas políticos dominantes. Desde abajo, desde el consumo de sus propuestas, los espectadores y los lectores cobran un papel activo cuando transforman los textos masivos (a pesar de su dirigismo) en herramientas críticas para responder a las dificultades del vivir social”[41]. Como si el sentimiento exagerado y la lágrima compartida ante las desdichas ajenas, por mucho que tales desdichas se establezcan en relación a un orden maniqueo, acabasen constituyendo una suerte de punto de partida emocional para el rechazo colectivo al dolor propio y ajeno, a la miseria de las inmensas mayorías. Como si el lenguaje del sentir pudiese imbricarse casi naturalmente con una suerte de razón crítica susceptible de formularse políticamente.


Algo parecido parece concluir Beatriz Sarlo, en un hermoso libro sobre las novelas por entregas de principios del siglo XX en Argentina, cuando relaciona las tipologías narrativas binarias y altamente estereotipadas que constituyen los relatos sobre la búsqueda de la felicidad con estructuras de sentido de carácter social que desbordan continuamente los límites morales y políticos del texto. Para Beatriz Sarlo, “el ideal de felicidad modela conductas, aprueba prácticas, legitima sentimientos y pulsiones, regula los nexos entre felicidad individual y armonía social. Por otro lado, este ideal se encuentra en las sociedades en estado práctico, moviendo los deseos, conformando las emociones y las experiencias. Dotado de persistencia y, al mismo tiempo, de fluidez, es vivido como una naturaleza, como un derecho, y como un sentimiento. Los ideales de felicidad son motores narrativos, sea cual sea la forma (social e ideológica) que adopten”[42]. Es cierto que el melodrama subraya los ejes del bien y del mal, de lo permitido y de lo prohibido, del triunfo y de la derrota, de la felicidad o de la desdicha. Pero también es verdad que el carácter excesivo de las emociones que pone en juego, el carácter hiperbólico de los deseos y de las frustraciones que pone en escena, le confieren algo así como un plus, o un suplemento, un ingrediente de ambigüedad, que hace que escape a las lecturas demasiado simples que hacen de él una mera herramienta de control social y de conservadurismo político. Como dice Annabel Martín: “Si la propuesta ontológica del melodrama es un modelo estable de binarismo esquemático, no puede decirse lo mismo de su registro epistemológico-emocional. La solución generada por el plus (la empatía, la identificación y la respuesta del corazón) no se agota en la dicotomía moral entre el bien y el mal; su desvío emotivo sugiere toda una serie de respuestas cognitivas, afectivas y políticas que difícilmente encajan en ese esquematismo dogmático. Me atrevería a proponer que es ese desajuste de significación entre el discurso hegemónico y las partes desplazadas lo que conduce a fin de cuentas al anhelo de una felicidad anuladora de la disparidad. Aquí radica la potencialidad política del género”[43]. De ese modo, es precisamente el exceso emocional del melodrama, lo que William Morse, siguiendo a Eric Bentley, llamaba la “catarsis del pobre”[44], el que puede constituir una suerte de imaginario crítico configurado, simplemente, por su capacidad para aludir a un orden justo ausente. Como si fuese justamente el sentir el que introdujese un elemento de realidad y de complejidad (las lágrimas son reales, aunque las historias que las produzcan sean falsas) que interrumpe críticamente la lógica simplista y reaccionaria del simulacro.


El cine norteamericano también nace impregnado de melodrama. Pero la época dorada del melodrama hollywoodiense son los años 40 y 50. Es en esa época cuando la industria cinematográfica empieza a producir películas destinadas al público femenino después de realizar encuestas de mercado que mostrasen qué argumentos, temas y personajes querían ser vistos por las mujeres en la pantalla. Es entonces cuando lo melodramático pasa a ser el principal ingrediente de las llamadas women’s pictures (denominadas también tearjerkers, surtidores de lágrimas, o weepies, de to weep, llorar, derramar lágrimas, o, en francés, las películas de genre larmoyant, género lacrimógeno). Se producen masivamente películas en las que los papeles protagonistas son reservados a las mujeres, en las que el punto de vista que hace avanzar el relato está gobernado por una mujer, en las que el público es esencialmente femenino y en las que se trata de producir una relación texto-espectador que puede definirse como “femenina”[45]. Mary Ann Doane habla de cuatro subgéneros principales: la película de mujer paciente, el melodrama maternal, la historia de amor imposible y el melodrama de paranoia[46]. A los que habría que añadir el fallen women genre, el género de mujeres caídas, que tantas historias ha dado al melodrama. Estas películas trataban problemas definidos como “problemas de mujeres”, problemas que tienen que ver, esencialmente, con la familia, con el hogar y con el corazón. Además, una de las principales características del personaje melodramático, la pasividad con la que recibe los golpes de la fortuna y soporta o asume su sufrimiento, ha sido caracterizada también como “femenina” frente a los héroes masculinos dotados de atributos épicos ligados a la acción. Si el héroe épico se caracteriza por su acción, que a veces deriva en sufrimiento, la heroína melodramática tiene su único cometido en padecer. En ese sentido, González Requena dice que la heroicidad de los personajes melodramáticos “reside en la pasividad con que aceptan su sufrimiento. Condenadas a él desde el primer momento (...) son siempre incapaces de intervenir eficazmente a favor de su felicidad”[47]. Es como si un cierto estereotipo de “lo femenino” se ajustara perfectamente a la naturaleza de “lo emocional” tal como ésta es construida y dramatizada en el interior de la lógica del melodrama.


Sin embargo, análisis feministas recientes han tratado de recuperar el melodrama como uno de los primeros lugares de la cultura popular en los que una cierta sensibilidad femenina (obviamente, social y culturalmente marcada y construida) encuentra una expresión masiva y constituye, por tanto, no sólo un territorio para la identificación y el reconocimiento, para la aceptación pasiva de un cierto cliché ideológico de “lo femenino”, sino también para la elaboración crítica y la resistencia[48]. De hecho, el melodrama hollywoodiense de mujeres y para mujeres no sólo expresa la ideología dominante sino que es síntoma de una crisis de la subjetividad femenina que encuentra ahí una vía privilegiada de elaboración. En ese sentido, las espectadoras podían encontrar en esos textos una serie de instrumentos semióticos para la elaboración de sus propias experiencias emocionales y también para la reflexión sobre qué significaba ser mujer en ese contexto sociocultural.


Otro de los lugares eminentes del melodrama, la telenovela, nos puede permitir una cierta reflexión sobre los lenguajes de los sentimientos en la dicotomía entre lo culto y lo popular en el marco de una sociedad de masas para la que funciona una industria cultural igualmente masiva. De hecho, el melodrama es incomprensible sin la cultura popular o, quizá mejor dicho, sin las formas culturales fabricadas para el pueblo y que tienen al pueblo como su destinatario privilegiado. Esas formas culturales son el resultado, en primer lugar, de la asimilación y la transformación por parte de la cultura burguesa de toda una serie de materiales artísticos y expresivos que habían estado reservados a las clases nobles. La burguesía dinamita el monopolio cultural de la aristocracia y comienza a configurar formas culturales que son por primera vez asimilables por el público lector educado (cada vez mayor) y también por los nuevos y heterogéneos receptores provenientes de las clases trabajadoras. Los medios masivos del siglo XX no harán sino amplificar esta tendencia explorando nuevas formas de expresión como la radio, el cine, y finalmente la televisión, que heredan las fórmulas de los viejos folletines decimonónicos y, posteriormente, de los relatos de quiosco del estilo de los de Corín Tellado, o de esas revistas “del corazón” que venden historias a partir de la exhibición de los dramas emocionales, convertidos en mercancía, de personajes famosos cuya vida se ha convertido en un espectáculo consumido por enormes masas de población.


Pero la forma popular que encarna el melodrama en la época de los medios de comunicación de masas es, sin duda, la telenovela. Tanto que podríamos decir que, en algunos países, la sentimentalidad popular se reconoce a sí misma, melodramáticamente, en el melodrama televisivo. Como si la telenovela fuera un espejo en el que grandes masas de población pueden reconocer el reflejo de sus propios movimientos emocionales. A diferencia de la soap opera anglosajona de la que derivan las tele-series europeas, la telenovela es una historia de amor por entregas o, como dice Cabrujas, “una Gran Historia de Amor en cómodas cuotas”. En el interior de esa Gran Historia de Amor, con todas sus peripecias, la telenovela realiza el show de las emociones, el gran espectáculo de los sentimientos[49]. Lo que la telenovela pretende es que el espectador se identifique con una emoción pura, sin matices, capaz de capturarle inmediatamente, sin ninguna mediación. Y eso con un lenguaje esquemático, simple, directo, sin ninguna sofisticación, y tan didáctico que asegure que nunca se pierda, que siempre perciba exactamente qué es lo que está pasando, qué emociones se le están proponiendo, que reacciones se esperan de él. De ahí que la telenovela, como el melodrama en general, tienda a producir modelos emocionales simples, estereotipados y, por tanto, altamente normativos. La telenovela trabaja con convenciones emocionales, aunque sea para problematizarlas. Y, si las problematiza, no será nunca a través de ideas o de reflexiones, sino a través del lenguaje sentimental mismo. Nada más ajeno a la telenovela que la distancia crítica, que la elaboración intelectual. De ahí la gran importancia de la telenovela en lo que podríamos llamar las ficciones que configuran los sentimientos y, con ellos, la totalidad de nuestra subjetividad emocional. En palabras de Cabrujas, “el amor es una realidad efectiva y poderosa en nuestra vida; pertenece a su contextura, pero además es interpretado y recreado por la ficción, y estas formas sirven a la vez de pauta para la interpretación de lo que nos pasa cuando estamos enamorados. Cuando el hombre o la mujer sienten que algo nuevo y extraño les pasa en relación con otra mujer o con otro hombre, vuelven los ojos, para saber qué les sucede, a un repertorio de nociones y formas presentes en la sociedad en la que viven. Pero sobre todo al mundo de la ficción, a las representaciones de toda índole que la vida se forja de sí misma. La ficción es la configuradora de nuestra vida real, en la dimensión de nuestros amores probablemente más que en ninguna otra”[50].


Desde luego, esas condiciones de partida hacen que la telenovela, tanto por sus personajes, como por sus argumentos y por sus lenguajes, sea catalogada por los críticos como basura audiovisual. Es cierto que la telenovela manifiesta una cierta vulgaridad estética, un cierto mal gusto. Es cierto también que su tendencia al exceso, la superabundancia de sus peripecias, lo plano de sus tramas y de sus personajes, lo elemental de sus lenguajes, no pueden ser del agrado de los sectores sociales educados. Y es cierto, por último, que esas consideraciones se derivan del carácter popular y femenino de la telenovela como sectores sociales inferiorizados. Sin embargo, no se puede olvidar que las relaciones entre lo culto y lo popular, entre lo culturalmente alto y lo culturalmente bajo, son más complejas de lo que habitualmente se piensa. Y que constantemente se producen fenómenos de asimilación de elementos “populares” por parte de la cultura “culta”, y fenómenos de uso de elementos culturalmente sofisticados en el interior de la cultura popular. Además, como han mostrado los estudios culturales, es parcial contemplar los productos de la cultura popular exclusivamente desde el punto de vista del texto, y es importante tener en cuenta los entramados sociales y culturales que determinan las formas de recepción y reapropiación.


Para terminar, quisiera decir algo sobre una cierta melodramatización de lo social que se produce en diferentes lenguajes. Como si el melodrama permeara toda una serie de lenguajes cotidianos referidos a experiencias completamente heterogéneas. Habría, en primer lugar, una melodramatización del lenguaje político. También el periodismo está cargado de melodrama, así como el lenguaje de la publicidad e, incluso, el del deporte. Y habría también una cierta melodramatización de lo cotidiano evidente en los talk shows televisivos, en esos programas dedicados a convertir en espectáculo dramas personales de seres anónimos y ordinarios. Todo ello nos lleva a concluir que lo melodramático constituye, quizá, el mayor sistema de expresión de nuestro tiempo. Un sistema que, sin duda, está cargado de futuro. Por eso, es importante para nosotros considerar los lenguajes de los sentimientos en el interior de la sociedad que los produce y que les da sentido. Y, desde un punto de vista pedagógico, es importante tomarlos como unos lenguajes en los cuales los seres humanos aprenden a medirse con el amor y con la adversidad, con las frustraciones de la búsqueda de la felicidad, así como a dar sentido a los laberintos de la vida interior.


3.- La expresión de las emociones: dialécticas de la falsificación

Hasta aquí una breve revisión del melodrama como el lenguaje mayor para la dramatización de las emociones en la modernidad, como una de las formas culturales más poderosas para la constitución de las gramáticas de los sentimientos, y como uno de los lugares fundamentales para la construcción social y cultural de las emociones subjetivas. He destacado muy someramente algunos momentos del melodrama (la poesía romántica y el teatro, la radionovela, el cine latinoamericano entre 1930 y 1950, el bolero y el tango, el cine español de postguerra, el cine norteamericano de los 50, la telenovela) y he ido señalando, al mismo tiempo, también de una forma muy esquemática, algunos temas que podrían  tener cierto interés para una discusión más general sobre los lenguajes de las emociones: la relación entre la palabra y la música, los estereotipos lingüísticos y gestuales, la cuestión del realismo, la ambigüedad moral y política, la cuestión del género, la cuestión de lo popular, la melodramatización de lo social, etc.


Para terminar, quisiera volver a los problemas que destaqué en la primera sección, esos problemas que aparecían en relación a la retórica de las cartas de amor, a las lágrimas de los celos, a la autorrepresentación de la soledad, a las emociones cerebrales, esos problemas que tienen que ver, sobre todo, con la cuestión de la falsificación, con las complejas relaciones entre la vida y su representación.

Hay una novela del venezolano José Balza, Medianoche en vídeo: 1/5[51], publicada por primera vez en 1976, en la que el narrador teje un entramado de personajes entre los que nos interesa Amara Cammarano, una actriz de telenovelas que experimenta a lo largo del libro una curiosa transformación. Amara entra por casualidad al mundo de la televisión cuando ya tiene casi veinte años y han nacido sus hijos. A partir de ese momento, sostiene dos vidas: una vida de famosa, hecha de cámaras, chismes, histeria, frivolidad y rostros gesticulantes; y otra vida burguesa, de madre y esposa modelo, que se desarrolla en un “circuito de mesura, de códigos previsibles y entonados”[52]. En 1964 hace su primer papel protagonista (de malvada) en una historia de suspense, romance y patetismo. A partir de ahí Amara experimenta lo que es crear a otro dentro de sí, la tensión entre el otorgar a un personaje de ficción sus gestos más íntimos y, al mismo tiempo, el sentir cómo uno mismo, en lo más profundo de su ser, va siendo poblado por lo representado: “durante la acción, Amara desaparece para dejarse invadir por la otra. El inocente cosquilleo de su ingreso a escena pasa gradualmente a su estómago, a sus venas, y concluye en un secreto despojamiento de su personalidad”[53]. Poco a poco, cada vez más consciente de la mecanización de las actuaciones, Amara va tomando distancia de lo ficticio. Percibe oscuramente que los estereotipos de los personajes y de las tramas contamina la personalidad de los actores haciéndolos cada vez más simples y más primarios en sus reacciones personales. Se va haciendo consciente de que son los técnicos los que fabrican y conducen el hechizo con sus efectos de cámara y sus músicas truculentas. Siente que es imposible modular cualquier emotividad medianamente consistente en el interior de personajes pestilentes y de historias que culminan en orgías de perdones y arrepentimientos. Experimenta el poder imbecilizador de esa falsificación infinitamente repetida. Y ella misma, para no ser atrapada por el engaño, va desprendiéndose de sus actuaciones, tomándolas como un trabajo: “la magia existía, sí, pero hecha de rutina, de despersonalización. Amara estaba salvada del sortilegio, trabajaba”[54]. De algún modo: “le fascinaba participar en el ingente negocio del engaño: con las pantallas rutilantes y millares de ojos incautos atrapados por esas secuencias paupérrimas, por esas voces falsas y tanta innoble gesticulación. Ni un problema real que se acercara a los equívocos del alma; ni un reflejo de los hechos inmediatos; ni un súbito vuelo para que la imaginación flotara sobre la rutina”[55]. A finales de los 60, Amara vive desde dentro la época de oro de la telenovela venezolana, el breve paréntesis de “calidad” en el que grandes escritores como Garmendia o Cabrujas se hicieron cargo de las historias. Al inicio de los 70 actúa por primera vez en el teatro y acepta pequeños papeles en el cine. Ahí comienza a adivinar otros lenguajes, otras posibilidades expresivas, otros caminos hacia ella misma, aunque también observa el aburrimiento de la repetición, los sentimientos prefabricados, la mecanización del trabajo. Poco después enviuda y, en la biblioteca del marido muerto, decide entrar en la Universidad. Al final de la novela habrá comenzado a escribir sus propios libretos. A Amara, la vida le interesa como enclave de lo real, como lo que tiene otra solidez y otra densidad que los fastos televisivos, pero también como lo convertible en imaginario. Y ahí, en esa oscilación entre lo real y su representación, en esa búsqueda de la representación justa, de la dramatización adecuada, de la expresión precisa y “verdadera” que no envilece a lo real sino que lo acrecienta, Amara va ganándose a sí misma.


De su paso por los lugares donde se fabrican vidas mentirosas, Amara ha obtenido una sensibilidad extremamente agudizada para todas las formas del desdoblamiento, como si lo real estuviese siempre amenazado de convertirse en su doble, en lo representado, lo falso, lo engañoso: “los años del teatro y de la televisión habían estigmatizado a Amara con un horror a la irrealidad. Sus besos, el agua bebida, la amistad, tenían que estar doblemente firmes, instalados en el tiempo. Una obsesiva sed de presente la consume; intuye algo transitorio en su sangre, en los minutos y pareciera no solamente querer impedir que transcurran, sino algo peor: evitar que puedan ser repetidos, porque entonces la ficción invadiría el mundo (como en el estudio)”[56].


Tal vez Amara sienta lo mismo que mi hijo con las cartas de amor, que mi amiga con las lágrimas de su marido, que el industrial alemán con su sentimiento de soledad, que el poeta harto de emociones cerebrales: la dificultad de lo real, la enorme facilidad con que lo real (las emociones reales) se convierte en su doble irreal, en su doble ideal, en su doble apto para la repetición y para el chantaje, en su doble representado. Tal vez Amara, formada personal y emocionalmente en la escuela del melodrama y, al mismo tiempo, con la capacidad de distancia que le da el haber vivido los procedimientos de fabricación de las retóricas emocionales más convencionales, más burdas, esté en una posición privilegiada para experimentar, en su propio ser, los peligros cotidianos de la actuación. Los años de fingimiento profesional, de engaño diario, de irrealidad fabricada, hacen que “su instalación en el mundo posea un enemigo: la actuación. ¿Cómo detener un movimiento antes de que deje de ser exacto para ser algo que se representa? ¿Cuántas veces aún, en su vida privada, debió imitar una conducta? ¿Habían añadido o robado tantos años de personajes algo a la personalidad de la concreta mujer?”[57]. Amara quisiera que hubiera un real sin representación, sin actuación, que hubiera la posibilidad de expresar la propia personalidad, la propia manera singular e irrepetible de ser persona, sin los ropajes de un personaje o de una serie de personajes, sin los andamiajes de lo ilusorio, sin estar permanentemente haciendo de sí misma, actuándose a sí misma. Pero también sabe que “su corazón es materia y en él está su vida; pero tal como había dicho el Grande, esa materia podía hacerse de sueños”[58].


Por eso Amara no rechaza simplemente la representación, como si pudiera haber una actuación sin actuación o una personalidad sin personaje, como si las emociones pudieran expresarse sin el concurso de los lenguajes emocionales, sino que continúa trabajando con la representación misma porque sabe, como Shakespeare, que la vida está hecha de la materia de los sueños, de lo imaginario, de la ficción. Su trabajo será conseguir una actuación que no falsifique, que no mienta, que no traicione su enorme sed de realidad, su ansia de vida. Por eso el narrador del relato, amante de Amara durante un tiempo, vivía con la certeza de que “nuestro amor acabaría quizá porque yo mismo me tornaba –como todo ser- simulacro de una imagen ideal, internamente mía”[59].


Tal vez por la contención sentimental de su vida burguesa, Amara desconfía de las retóricas excesivas del melodrama en tanto que convierten lo pequeño en grande, lo insignificante en desmesurado. Una vez entra en la televisión, Amara  comienza a sospechar de esa exageración en la expresión de los sentimientos que los convierte en caricaturas. Lo que Amara rechaza es ese lenguaje sentimental lleno de fórmulas estereotipadas que, por su propia naturaleza, tienden a reducir la singularidad, la multiplicidad y la contingencia de lo real a un código infinitamente repetido y repetible que, de algún modo, simplifica, congela y esencializa las emociones. Amara percibe que la gramática sentimental del melodrama reduce al tiempo que amplifica, es decir, que disminuye lo infinitamente variado y complejo de lo emocional al encorsetarlo en una imagen inflada extremamente simple y reductora. Pero lo más importante, me parece, no es tanto que existan lenguajes emocionales con poca o nula conexión con una supuesta “realidad emocional” que les sería exterior y a la que, de algún modo, enviarían, o que existan lenguajes emocionales que tienden a la simplificación y al estereotipo en lugar de tratar de hacer justicia a la difícil complejidad de lo real, sino que el melodrama, como otros lenguajes grandilocuentes, absorbe lo real y lo destruye en la misma operación en la que trata de decirlo.

Lo más interesante del personaje de Amara es que sabe que no existe ninguna realidad que sea independiente de sus representaciones y sabe también, al mismo tiempo, que hay representaciones que son indiferentes a lo real, que no toman lo real sino como un pretexto para su proliferación indefinida y que, por su propio funcionamiento, destruyen aquello que pretenden representar. En el melodrama, no hay emociones que no pasen por un lenguaje que las produce al tiempo que las falsifica y, en última instancia, las elimina. Por eso, la “sed de realidad” de Amara se mueve en una oscilación entre la representación y la crítica de la representación. Y aquí es donde, me parece, Amara coincide con mi hijo, con mi amiga, con el industrial alemán, con el poeta harto de emociones cerebrales y, tal vez, con todos nosotros.


[1] Roland Barthes, “Éloge des larmes” en Fragments d’un discours amoureux. París. Seuil 1977. Págs. 214-215.

[2] A ese respecto es insoslayable, me parece, el magnífico trabajo de Rafael Sánchez Ferlosio “El alma y la vergüenza” en El alma y la vergüenza. Barcelona. Destino 2000. Págs. 15-60.

[3] Ver, por ejemplo, Catherine Chalier, Traité des larmes. Fragilité de l’âme et fragilité de Dieu. Paris. Seuil 2000.

[4] Sobre la debilidad de las aproximaciones tradicionales a los géneros fílmicos y el caso paradigmático del melodrama, ver José Javier Marzal, Melodrama y géneros cinematográficos. Valencia. Episteme 1996.

[5] Pablo Pérez Rubio, El cine melodramático. Barcelona, Piados 2004. Pág. 32.

[6] Peter Brooks, The Melodramatic Imagination. Balzac, Henry James, Melodrama and the Mode of Excess. New Haven. Yale University Press 1976. Pág. xiii.

[7] Carlos Monsiváis, Amor perdido. México. Era 1977. Pág. 38-39. Ver también Narraciones anacrónicas de la modernidad. Melodrama e intermedialidad en América Latina. Santiago de Chile. Cuarto Propio 2002.

[8] Carlos Monsiváis, “Se sufre porque se aprende. De las variedades del melodrama en América Latina”, ponencia presentada en Educar la mirada. Seminario Internacional. FLACSO-Argentina. Buenos Aires 2005 (ejemplar mecanografiado). Pág. 5.

[9] “ Todas las cartas de amor son / ridículas. / No serían cartas de amor si no fuesen / ridículas. / También escribí en mi época cartas de amor, / como las otras, / ridículas. / Pero, al final, / sólo las criaturas que nunca escribieron / cartas de amor / son las que son / ridículas. / Quién volviera a la época en que escribía / sin darme cuenta / cartas de amor / ridículas. / La verdad es que hoy / mis memorias / de esas cartas de amor / son las que son / ridículas. / (Todas las palabras esdrújulas, / como los sentimientos esdrújulos / son naturalmente / ridículas.)”. Fernando Pessoa, Poemas de Álvaro de Campos. Vol. II. Tabaquería y otros poemas con fecha. Traducción de Adolfo Montejo. Madrid. Hiperión 1998. Págs. 237-239.

[10] Roland Barthes, “L’obscène de l’amour” en Fragments d’un discours amoureux. Op. Cit. Pág. 209.

[11] Roland Barthes, “La jalousie” en Fragments d’un discours amoureux. Op. Cit. Pág. 173.

[12] Peter Handke, Faux Mouvement, Paris. Christian Bourgois 1980. págs. 46-47.

[13] Rafael Cadenas, El taller de al lado. Taducciones. Caracas. Bid & Co. editor 2005. Pág. 74.

[14] Idem.

[15] José Ignacio Cabrujas, Y Latinoamérica inventó la telenovela. Caracas. Alfadil 2002. Pág. 116.

[16] Idem.

[17] Idem. Pág. 54.

[18] Idem. Pág. 121.

[19] Mario Vargas Llosa, “Prólogo de 1999” en La tía Julia y el escribidor. Madrid. Punto de Lectura 2001. Págs. 9-10.

[20] Mario Vargas Llosa, La tía Julia y el escribidor. Op. Cit. Págs. 72-73.

[21] Op. Cit. Pág. 74.

[22] Op. Cit. Pág. 81.

[23] Op. Cit. Pág. 83.

[24] Idem.

[25] Op. Cit. Pág. 199.

[26] Op. Cit. Pág. 86.

[27] Op. Cit. Págs. 207-208.

[28] Op. Cit. Pág. 208.

[29] Op. Cit. Pág. 351.

[30] Op. Cit. Pág. 243.

[31] Peter Brooks, The Melodramatic Imagination. Balzac, Henry James, Melodrama and the Mode of Excess. Op. Cit. Págs. 10-11.

[32] Carlos Monsiváis, “Se sufre porque se aprende. De las variedades del melodrama en América Latina”. Op. Cit. Pág. 5.

[33] Ver Silvia Oroz, Melodrama. El cine de lágrimas en América Latina. México. Universidad Nacional Autónoma de México 1995.

[34] Ver Reynaldo González, “Lágrimas de celuloide. Una nueva lectura para el melodrama cinematográfico latinoamericano” en AA.VV., Cine latinoamericano. Años 30-40-50. México. UNAM 1990. Págs. 143-148.

[35] Agustín Lara en conversación con José Natividad Rosales. Revista Siempre, 1960. Citado por Carlos Monsiváis en Amor perdido. Op. Cit. pág. 62.

[36] Román Gubern, Mensajes icónicos en la cultura de masas. Barcelona. Lumen 1988. Pág. 241.

[37] Op. Cit. Pág. 254.

[38] Ben Singers. Melodrama and Modernity. New York. Atheneum 2001. Pág. 137.

[39] Ver, a este respecto, la distinción entre “melodrama compensatorio” y “melodrama de crisis” que traza Annabel Martín en La gramática de la felicidad. Relecturas franquistas y posmodernas del melodrama. Madrid. Ediciones Libertarias 2005. Págs. 57-87.

[40] Op Cit. Pág. 28.

[41] Op Cit. Págs. 66-67.

[42] Beatriz Sarlo, El imperio de los sentimientos. Buenos Aires. Norma 2000. Pág. 162.

[43] Annabel Martín. Op Cit. Págs. 74-75.

[44] William R. Morse, “Desire and the limits of Melodrama” en James Redmond (Ed.), Melodrama. Cambridge. Cambridge Universtity Press 1992. Pág. 19.

[45] Ver, a este respecto, Eva Parrondo-Coppel, Feminidad y mascarada en Lo que el viento se llevó y Jezabel. Valencia. Episteme 272. También, Jean Pierre Coursodon, “La evolución de los géneros. El melodrama sentimental: Women’s pictures”, en Esteve Rimbau y Casimiro Torreiro (Comps), Historia general del cine. Volumen VIII. Madrid. Cátedra 1996. Págs. 245-289.

[46] Mary Ann Doane, The Desire to Desire: The Women’s film of the 40’s. Bloomington. Indiana University Press 1987.

[47] Jesús González Requena, La metáfora del espejo. El cine de Douglas Sirk. Valencia. Instituto de Cine y Radiotelevisión 1986. Pág. 195.

[48] Christine Gledhill (Comp), Home is Where the Heart is. Studies in Melodrama and Women’s films. Londres, British Film Institute 1987. También Molly Haskell, From Reverence to Rape: The Treatment of Women in the Movies. Chicago. University of Chicago Press 1987.

[49] José Ignacio Cabrujas, Y Latinoamérica inventó la telenovela. Op. Cit. Págs. 191 y sigs.

[50] Op. Cit. Pág. 196.

[51] José Balza, Medianoche en vídeo: 1/5, Caracas. Universidad Central de Venezuela 1998.

[52] Op. Cit. Pág. 41.

[53] Op. Cit. Pág. 42.

[54] Op. Cit. Pág. 45.

[55] Op. Cit. Pág. 97.

[56] Op. Cit. Pág. 213.

[57] Idem.

[58] Idem.

[59] Op. Cit. Pág. 214.

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