¿Está matando al planeta nuestra implacable busca de crecimiento económico?

per Salvador López Arnal darrera modificació 2020-03-25T15:25:14+01:00
Naomi Klein New Statesman Traducido para Rebelión por Germán leyens
¿Está matando al planeta nuestra implacable busca de crecimiento
económico? Los climatólogos han visto los datos y están llegando a
algunas conclusiones incendiarias.
Diciembre de 2012. Un investigador de sistemas complejos, de cabellos
rojos, llamado Brad Werner pasó entre la multitud de 24.000
climatólogos y astrofísicos en la Reunión de Otoño de la Unión
Geofísica Estadounidense, celebrada anualmente en San Francisco. La
conferencia de este año incluía algunos participantes de gran
renombre, desde Ed Stone, del proyecto Voyager de la NASA explicando
un nuevo hito en el camino al espacio interestelar, hasta el cineasta
James Cameron, quien habló de sus aventuras en sumergibles de aguas
profundas.
Pero fue la propia sesión de Werner la que atrajo gran parte del
alboroto. Se titulaba “¿Está jodida la tierra? (título completo: ¿Está
jodida la tierra? Futilidad dinámica del manejo del medioambiente y
posibilidades de sustentabilidad a través del activismo de acción
directa”).
De pie frente a la sala de conferencias, el geofísico de la
Universidad de California San Diego presentó a la multitud el avanzado
modelo informático que iba a utilizar para responder a esa pregunta.
Habló de límites del sistema, perturbaciones, disipación, atractores,
bifurcaciones y toda una serie de asuntos que en gran parte eran
incomprensibles para nosotros, los no iniciados en la teoría de
sistemas complejos. Pero el resultado final era suficientemente claro:
el capitalismo global hace que el agotamiento de los recursos sea tan
rápido, conveniente e irrestricto, que los “sistemas tierra-humanos”
se están haciendo peligrosamente inestables como reacción. Cuando un
periodista lo presionó para que diera una respuesta clara a la
pregunta “¿estamos jodidos?, Werner dejó la jerga a un lado y
respondió: “Más o menos”.

Había, sin embargo, una dinámica en el modelo que ofrecía alguna
esperanza. Werner la llamó “resistencia”, movimientos de “gente o
grupos de gente” quie “adoptan un cierto conjunto de dinámicas que no
se ajustan a la cultura capitalista”. Según el resumen de su
presentación esto incluye “acción directa ecológica, resistencia
proveniente desde afuera de la cultura dominante, como en protestas,
bloqueos y saboteos por parte de pueblos indígenas, trabajadores,
anarquistas y otros grupos activistas”.

Las reuniones científicas serias no destacan usualmente llamados a la
resistencia política, mucho menos acción directa y saboteo. Pero por
otra parte, Werner no estaba llamando a emprender cosas semejantes.
Simplemente estaba observando que los levantamientos masivos de la
gente, siguiendo las líneas del movimiento por la abolición, del
movimiento de derechos civiles u Ocupa Wall Street, representan la
fuente más probable de “fricción” para ralentizar una maquinaria
económica que se está saliendo de control. Sabemos que los movimientos
sociales del pasado han “tenido tremenda influencia sobre… cómo se
desarrolló la cultura dominante", señaló. Por lo tanto es razonable
que, “si estamos pensando en el futuro de la tierra y el futuro de
nuestra conexión con el medio ambiente tenemos que incluir la
resistencia como parte de esa dinámica”. Y eso, argumentó Werner, no
es un tema de opinión, sino “realmente un problema de geofísica”.

Numerosos científicos han sido motivados por los resultados de su
investigación a emprender la acción en las calles. Físicos,
astrónomos, médicos y biólogos han estado a la vanguardia de los
movimientos contra las armas nucleares, la energía nuclear, la guerra,
la contaminación química y el creacionismo. Y en noviembre de 2012,
Nature publicó un comentario del financista y filántropo ecológico
Jeremy Grantham instando a los científicos a sumarse a esa tradición y
“ser arrestados si es necesario”, porque el cambio climático “no es
solo la crisis de vuestras vidas, es también la crisis de la
existencia de nuestra especie”.

Algunos científicos no necesitan que los convenzan. El padrino de la
climatología moderna, Hames Hansen, es un formidable activista, ha
sido detenido una media docena de veces por resistir la minería de
remoción de cima de montaña y los oleoductos de arenas bituminosas
(incluso abandonó su puesto en la NASA este año en parte para tener
más tiempo para las campañas). Hace dos años, cuando fui arrestada
frente a la Casa Blanca en una acción masiva contra Keystone XL, el
oleoducto de arenas bituminosas, una de las 166 personas esposadas ese
día era un glaciólogo llamado Jason Box, un experto de reputación
mundial sobre la placa de hielo de Groenlandia que se derrite.

“No podía mantener mi autorespeto si no iba”, dijo Box entonces, y
agregó que “solo votar no parece suficiente en este caso. También
tengo que ser un ciudadano”.

Esto es laudable, pero lo que Werner hace con sus modelos es
diferente. No dice que su investigación lo impulsó a tomar acción para
detener una política en particular, dice que su investigación muestra
que todo nuestro paradigma económico es una amenaza para la
estabilidad ecológica. Y por cierto que cuestionar ese paradigma
económico –mediante la presión contraria del movimiento de masas– es
el mejor intento de la humanidad para evitar la catástrofe.

Es un argumento pesado. Pero no es el único. Werner forma parte de un
grupo pequeño pero cada vez más influyente de científicos cuya
investigación de la desestabilización de sistemas naturales –en
particular el sistema climático– los lleva a conclusiones similarmente
transformadoras, incluso revolucionarias. Y para cualquier
revolucionario de armario quien nunca ha soñado con derrocar el orden
económico actual a favor de otro que sea menos probable que lleve a
jubilados italianos a ahorcarse en sus casas, este trabajo debería ser
de particular interés. Porque hace que el abandono de ese cruel
sistema a favor de algo nuevo (y tal vez, con mucho trabajo, mejor) ya
no sea cosa de simple preferencia ideológica,sino más bien una
necesidad existencial para la especie.

En la dirección de ese grupo de nuevos revolucionarios científicos se
encuentra uno de los principales expertos en el clima de Gran Bretaña,
Kevin Anderson, vicedirector del Centro Tyndall de Investigación del
Cambio Climático, que se ha establecido rápidamente como una de las
principales instituciones de investigación del clima del Reino Unido.
Dirigiéndose a todos, desde el Departamento de Desarrollo
Internacional al Consejo Municipal de Manchester, Anderson ha pasado
más de una década traduciendo pacientemente las implicaciones de la
última ciencia climatológica a políticos, economistas y activistas. En
lenguaje claro y comprensible, presenta un camino riguroso para la
reducción de emisiones, que asegura un intento decente de mantener el
aumento de la temperatura global a bajo 2º Celsius, un objetivo que la
mayoría de los gobiernos han determinado que conjuraría la catástrofe.

Pero en los últimos años, los escritos y presentaciones visuales de
Anderson se han hecho más alarmantes. Con títulos como “El cambio
climático: más allá de peligroso… Cifras brutales y tenue esperanza”,
señala que las probabilidades de mantenerse dentro de algo semejante a
niveles seguros de temperatura disminuyen rápidamente.

Con su colega Alice Bows, experta en mitigación del clima en el Centro
Tyndall, Anderson señala que hemos perdido tanto tiempo debido a
atolladeros políticos y débiles políticas climáticas –mientras el
consumo (y las emisiones) globales aumentaban vertiginosamente– que
ahora estamos enfrentando recortes tan drásticos que cuestionan la
lógica fundamental de dar prioridad al crecimiento del PIB por sobre
todas las cosas.

Anderson y Bows nos informan de que el objetivo de mitigación a largo
plazo mencionado frecuentemente –un recorte de las emisiones de un 80%
bajo los niveles de 1990 para 2050– ha sido seleccionado
exclusivamente por motivos de conveniencia política y no tiene
“ninguna base científica”. Esto se debe a que los impactos del clima
no tienen lugar solo por lo que emitimos hoy y mañana, sino por las
emisiones que se acumulan en la atmósfera con el paso del tiempo. Y
advierten de que al concentrarse en objetivos a tres décadas y media
de distancia en el futuro –en lugar de lo que podemos hacer para
reducir el carbono fuerte e inmediatamente– existe un serio riesgo de
que permitamos que nuestras emisiones sigan aumentando durante años,
gastando demasiado de nuestro “presupuesto de carbono” y colocándonos
en una posición imposible en el resto del siglo.

Por eso Anderson y Bows argumentan que si los gobiernos de países
desarrollados son serios en alcanzar el objetivo internacional
acordado de mantener el calentamiento por debajo de 2º Celsius y si
las reducciones han de respetar algún tipo de principio de equidad
(básicamente que los países que han estado expeliendo carbono durante
gran parte de dos siglos tienen que recortar antes que los países
donde más de mil millones de personas todavía no tienen electricidad),
entonces las reducciones tienen que ser mucho más profundas y tendrán
que ocurrir mucho antes.

Para tener incluso una probabilidad de 50/50 de alcanzar el objetivo
de 2ºC (que, advierten ellos y muchos otros, ya involucra una serie de
impactos climáticos inmensamente dañinos), los países industrializados
tienen que comenzar a reducir sus emisiones de gases invernadero en
algo como 10% al año y tienen que hacerlo ahora mismo. Pero Anderson y
Bows van más lejos, al señalar que este objetivo no se puede alcanzar
con la serie de soluciones de bonos de carbono o de tecnología verde
usualmente propugnadas por grandes grupos verdes. Estas medidas
ciertamente ayudan, sin duda, pero simplemente no bastan: una baja de
las emisiones de un 10%, año tras año, virtualmente no tiene
precedentes desde que comenzamos suministrando energía a nuestras
economías con carbón. De hecho, recortes de más de 1% por año “han
sido asociados históricamente solo con recesión económica o
agitación”, como dijo el economista Nicholas Stern en su informe de
2006 para el Gobierno británico.

Incluso después del colapso de la Unión Soviética no hubo reducciones
de esta duración y profundidad (los antiguos países soviéticos
tuvieron reducciones anuales promedio de aproximadamente 5% durante un
período de diez años). No tuvieron lugar después del crac de Wall
Street en 2008 (algunos países ricos tuvieron una baja de 7% entre
2008 y 2009, pero sus emisiones de CO2 se recuperaron con ganas en
2010 y las emisiones en China e India siguieron aumentando). Solo
durante las consecuencias inmediatas del gran crac del mercado de
1929, por ejemplo, EE.UU. tuvo una baja de emisiones durante varios
años consecutivos de más de un 10% por año, según datos históricos del
Centro de Análisis de Información sobre Dióxido de Carbono. Pero esa
fue la peor crisis económica de los tiempos modernos.

Si queremos evitar ese tipo de matanza mientras cumplimos nuestros
objetivos de emisiones basados en la ciencia, la reducción de carbono
debe ser administrada cuidadosamente mediante lo que Anderson y Bows
describen como “estrategias radicales e inmediatas de "decrecimiento"
en EE.UU., la UE, y otras naciones ricas”. Lo que está bien, con la
excepción de que sucede que tenemos un sistema económico que hace un
fetiche del crecimiento del PIB por sobre todo, sin que importen las
consecuencias humanas o ecológicas, y en el cual la clase política
neoliberal ha abdicado del todo su responsabilidad de administrar algo
(ya que el mercado es el genio invisible al que hay que confiarlo
todo).

Por lo tanto, lo que realmente dicen Anderson y Bows es que todavía
queda tiempo para evitar un calentamiento catastrófico, pero no dentro
de las reglas del capitalismo tal como están construidas actualmente.
Lo que podría ser el mejor argumento que hayamos tenido para cambiar
esas reglas.

En un ensayo de 2012 que apareció en la influyente revista científica
Nature Climate Change, Anderson y Bows presentaron una especie de
desafío, acusando a muchos otros científicos de no decir la verdad
sobre el tipo de cambios que el cambio climático exige de la
humanidad. Al respecto vale la pena citarlo en extenso:

…al desarrollar escenarios de emisiones los científicos subestiman
repetida y severamente las implicaciones de sus análisis. Cuando se
trata de evitar un aumento de 2ºC, “imposible” es traducido como
“difícil pero factible”, mientras “urgente y radical” aparece como
“retador”, todo para apaciguar al dios de la economía (o, para ser más
precisos, de las finanzas). Por ejemplo, para evitar de exceder la
reducción de la tasa de emisión máxima dictada por los economistas, se
asumen picos “imposiblemente” tempranos, junto con nociones ingenuas
sobre “gran” ingeniería y las tasas de despliegue de infraestructura
de bajo carbono. A medida que disminuyen los presupuestos de
emisiones, se propone cada vez más geoingeniería para asegurar que el
dictado de los economistas no se cuestione.

En otras palabras, a fin de parecer razonables dentro de los círculos
económicos neoliberales, los científicos han estado suavizando
dramáticamente las implicaciones de su investigación. En agosto de
2013, Anderson estuvo dispuesto a ser aún más directo y escribió que
ya era demasiado tarde para el cambio gradual. “Tal vez en los días de
la Cumbre de la Tierra de 1992, o incluso al principio del milenio,
los niveles de mitigación de 2ºC podrían haber sido logrados mediante
cambios evolutivos significativos dentro de la hegemonía política y
económica. ¡Pero el cambio climático es un problema acumulativo!
Ahora, en 2013, en las naciones (post) industriales de altas emisiones
enfrentamos una perspectiva muy diferente. Nuestro continuo y
colectivo libertinaje con el carbono ha desperdiciado toda oportunidad
del ‘cambio evolucionista’ permitido por nuestro anterior (y mayor)
presupuesto de carbono de 2ºC. Actualmente, después de dos décadas de
fanfarronadas y mentiras, el presupuesto de 2ºC restante exige cambios
revolucionarios de la hegemonía política y económica”.

Probablemente no debería sorprendernos que algunos científicos
especialistas en clima estén un poco asustados ante las implicaciones
radicales incluso de su propia investigación. En su mayoría solo
estaban haciendo tranquilamente su trabajo midiendo muestras de hielo,
preparando modelos del clima global y estudiando la acidificación de
los océanos, solo para descubrir, como describe el experto en clima y
autor australiano Clive Hamilton, que estaban “involuntariamente
desestabilizando el orden político y social”.

Pero hay mucha gente muy consciente de la naturaleza revolucionaria de
la ciencia climática. Por eso algunos gobiernos que decidieron
descartar sus compromisos climáticos a favor de excavar más carbón han
tenido que encontrar maneras cada vez más "matonescas" para silenciar
e intimidar a los científicos de sus naciones. En Gran Bretaña esta
estrategia es cada vez más abierta e Ian Boyd, asesor científico jefe
del Departamento del Entorno, Alimentación y de Asuntos Rurales,
escribió recientemente que los científicos deberían evitar “sugerir
que las políticas son correctas o equivocadas” y expresar sus puntos
de vista “trabajando con asesores empotrados (como yo mismo) y siendo
la voz de la razón, en lugar del disenso, en la arena pública”.

Si queréis saber adónde lleva esto comprobad lo que sucede en Canadá,
donde vivo. El Gobierno conservador de Stephen Harper ha realizado un
trabajo tan efectivo silenciando a los científicos y eliminando
proyectos de investigación crítica que en julio de 2012 un par de
miles de científicos y sus partidarios efectuaron un simulacro de
funeral en Parliament Hill en Ottawa, deplorando “la muerte de la
evidencia”. Sus pancartas decían, “No a la ciencia, no a la evidencia,
no a la verdad”.

Pero la verdad sale a la luz a pesar de todo. Ya no es necesario leer
en publicaciones científicas que la búsqueda de beneficios y
crecimiento de los negocios como si tal cosa está desestabilizando la
vida en la tierra. Las primeras señales se despliegan ante nuestros
ojos. Y más y más de nosotros reaccionamos correspondientemente:
bloquear la actividad del fracking e Balcombe; interferir en los
preparativos para perforaciones en aguas rusas en el Ártico (a un
enorme coste personal); demandar a los operadores de arenas
bituminosas por violar la soberanía indígena; e innumerables actos más
de resistencia grandes y pequeños. En el modelo informático de Brad
Werner, esta es la “fricción” requerida para ralentizar las fuerzas de
desestabilización; el gran activista del clima Bill MbKibben los llama
“anticuerpos” que se alzan para combatir la “fiebre de adulteración”
del planeta.

No es una revolución, pero es un comienzo. Y podría darnos suficiente
tiempo para encontrar una manera de vivir en este planeta que sea
claramente menos jodida.

Naomi Klein es una periodista galardonada, columnista publicada en
numerosos periódicos y autora del éxito de ventas internacional del
New York Times, La doctrina del shock: El auge del capitalismo del
desastre (septiembre de 2007); y de un éxito de ventas internacional
anterior: No logo: El poder de las marcas; y de la colección: Vallas y
Ventanas: Despachos desde las trincheras del debate sobre la
globalización (2002). Lea más en Naomiklein.org. La puede seguir en
Twitter: @naomiaklein

Fuente: http://www.newstatesman.com/2013/10/science-says-revolt
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