Viatges imaginaris
Viajes imaginarios
Vivo en Barcelona con mis padres y mi hermano de nueve meses. En vacaciones de Semana Santa fuimos a Roma en barco. Fuimos porque mi padre quería ver el Coliseo Romano; dicen que es un monumento muy bonito y auténtico. No estuvimos allí mucho tiempo porque mi madre quería ir a Túnez, uno de los países mediterráneos de África. Muchas de las casas de Túnez son muy bajas y parece que no tengan tejado, sino terraza. Estuvimos unos días y paseamos por el puerto. Luego fuimos en avión a Beirut (capital de Líbano), adonde era yo quien quería ir. Estábamos cerca de Irak. La gente gritaba en las manifestaciones: No a la guerra (esos niños y adultos de Irak estaban condenados a la guerra…). Esos días los pasamos fatal por la preocupación por la guerra; al final, todos dijimos que las vacaciones no habían estado mal del todo, pero Dios diría qué hacíamos allí en ese momento… Me hubieran gustado más unas vacaciones en la playa, sin hacer nada. Eso sería un poco perrería, pero vacaciones como éstas no hay ninguna.
Laura Núñez (1r d’ESO)
Todo empezó un día de primavera del año 1987. Estaba yo a punto de acabar los estudios de arqueología; sólo me faltaba el crédito de final de carrera. Me daban a elegir entre realizar la práctica en Atapuerca, el mayor hallazgo paleontológico de Europa, o viajar a Egipto, cuna de una civilización enigmática. En principio iba a ir a Atapuerca, pero no fui porque estaba harta de estudiar prehistoria y porque faltaban 60 años para llegar al sector T6, que es donde están los cráneos de los Australopitecos, la especie que más me interesaba junto a la del homo habilis, y está claro que no tenía tiempo suficiente para presentar un trabajo completo y original sobre Atapuerca. Así que me orienté hacia un trabajo sobre Egipto, pero para eso tenía que viajar hasta allí.
De todos los temas arqueológicos que podía estudiar relacionados con Egipto, elegí el de las pirámides y, más concretamente, el de la gran pirámide, aún con muchos misterios por descubrir.
Una vez dentro, observé que en los pasadizos había numerosas pinturas y relieves de sus dioses (Ra, Amón, Osiris, Isis, Anubis, Tot, Horus, Hator...). Algo que yo no sabía era que algunas de las trampas de los antiguos egipcios aún seguían activas, pero pronto lo sabría...
Seguí por pasillos inteligentemente construidos (aun lejos de la entrada, unos espejos ya rotos reflejaban los rayos solares), pero al mover una piedra, fui a caer a un lugar oscuro cubierto de huesos, cráneos y estatuas de todos los faraones desde Ramsés hasta Nefertiti.
Seguí el camino ya que la sala se iba inundando de aguas del Nilo y corrí hasta llegar a una puerta, la abrí y oí martillos y cinceles golpeando como si alguien quisiera entrar por otro lado. Chillé, pero nadie me oía. Era como si estuviera encerrada herméticamente. Encendí la linterna; en la sala sólo había polvo. Retrocedí hacia atrás para intentar averiguar qué había, abrí una puerta y la corriente de agua me arrastró hasta el Nilo. Y allí fue donde me encontraron dos aldeanos. Me había golpeado en la cabeza y ahora explicaba mil veces lo que me había pasado. Pasaron los años. El día 23 de septiembre de 2002 vi en una entrevista una pregunta a la que nadie encontraba respuesta: “¿Qué hay detrás de los muros de la Gran Pirámide?” Nadie lo sabía; sólo yo (y el polvo), y no hay nada.
Celeste Muñoz Martínez (2n d’ESO)
A mí, desde pequeña, me han llamado mucho la atención los enigmas de la Tierra. Uno de ellos es el de la pirámide de Keops. Por eso me hice egiptóloga, para descubrir lo que había detrás de aquella puerta tan enigmática. Ahora estoy en El Cairo para intentar explicar lo que hay.
Todo empezó un día, cuando fui a estudiar la pirámide. Estuve dibujando planos y descubrí una entrada que iba a dar a la puerta directamente, sin tener que pasar por ningún otro sitio. ¡Qué bien!, pensé. Pero no. Después de esa puerta había otra, y otra, así hasta diez. Todas iguales. O sea que parecía que estaba dando vueltas al mismo sitio todo el tiempo. Pero no era así. Al final entré por una puerta que daba a una tumba. ¡Me había quedado encerrada! No podía salir. La puerta por la que había entrado estaba cerrada y no había otra por ninguna parte. Era el fin, pensé.
Me apoyé en una tumba y una de las paredes se abrió. Había un pasadizo largo. Fui echando fotos y caminando poco a poco, hasta que llegué a un foso que ocupaba todo el pasadizo y que no podía cruzar porque era demasiado ancho para saltarlo. ¿Qué hacer? Cogí una moneda del bolsillo y la tiré para ver si era muy profundo. No era profundo. Miré hacia el techo y vi un reflejo. Al final del pasillo había una puerta, la abrí, ¿qué era lo que había detrás? Lingotes de oro, miles y miles de lingotes de oro. A mí el oro no me importaba, lo que me importaba en aquel momento era averiguar por qué habrían guardado esa cantidad de oro. Entendí que lo habían guardado los obreros constructores de la pirámide, para que, algún día, lo pudieran encontrar sus descendientes y no los herederos de quienes habían mandado levantar la gran pirámide.
Judit Barrientos Solera (2n d’ESO)
Aquel verano fuimos de vacaciones a Egipto toda la familia. Cuando llegamos a El Cairo, al bajar del avión, me encontré con todos mis compañeros de clase. Fuimos juntos a pasear por las calles de El Cairo. De pronto oí una voz que me llamaba, era mi madre. Quería que fuéramos a ver las pirámides. Me despedí de mis compañeros. Subimos en unos dromedarios y llegamos hasta las pirámides.
Al entrar en la gran pirámide, me agarré a mi madre muy fuerte para no perderme. Pero, no sé cómo, me perdí por una galería. Me puse a llorar como una loca y entonces pensé que si me perdía, lo más lógico sería intentar salir de la pirámide. Lo intenté, pero no sabía por dónde había entrado. Seguí caminando y, ¡plaf! Me caí por un agujero que parecía un tobogán. Fui a parar a un pasillo que estaba muy iluminado. Encontré una puerta, la abrí. Dentro había unos seres muy diminutos que parecían vivir en un mundo muy desarrollado. Conocí más profundamente a uno de ellos. Me enseñó todo su mundo subterráneo y me regaló un collar. Después oí una voz que me decía: “Paula, hija, despierta”. Desperté y le conté a mi madre lo me había sucedido, pero no me creyó, aunque yo sabía que era verdad lo que me había pasado.
Paula Sanz Jiménez (2n d’ESO)
Tenía que planear unas vacaciones y decidí ir a Egipto. Bajé del avión y lo primero que vi fue un paisaje que me encantó, toda la explanada de las pirámides. Mientras íbamos de camino a Giza, cerca de El Cairo, bajamos del autocar para que nos diera el aire. De repente vi que la arena que yo pisaba se iba hundiendo. De pronto me vi en un pasadizo con las paredes llenas de jeroglíficos. “¿Qué?”, me dije, “¿dónde estoy?” Me levanté y empecé a andar. Miraba las paredes, las tocaba. Estaba en el interior de una pirámide (mi gran sueño), pero estaba enterrada, nadie me había visto caer y nadie sabía de la existencia de aquella cámara. Me paré. Vi una puerta muy grande con dos esculturas que representaban perros. Si ponías la mano sobre uno de ellos, la puerta se abría. Lo que descubrí fue brutal. Una mesa cubierta de joyas y platos llenos de comida que había quedado intacta. Me di la vuelta y vi una tumba. Me atreví a acercarme y traté de levantar la tapa. ¡Puaf! ¡qué peste! ¡Ah!, ¡una momia! Primero sentí algo de miedo, pero luego lo superé. Cogí el móvil, tenía cobertura. Llamé a un amigo que vivía en El Cairo. Le dije dónde estaba. Me dijo que no me moviera, que cuando se estuvieran acercando me llamaría para que los guiara. Así lo hice. Llegaron y pude salir.
Cuando volví a España, le conté a mi familia lo que había sido la mayor aventura de mi vida.
Ana Mª Jiménez Garrober (2n d’ESO)
[Aquests escrits van estar publicats a la revista Sota el cel del Puig, núm. 14, maig de 2003.]